Como es bien conocido, la regulación de los honorarios, y especialmente los criterios que disponen los abogados para minutar, ha sufrido en los últimos veinte años una serie de vicisitudes legislativas y jurisprudenciales que han concluido en una situación en la que prevalece de forma absoluta el principio de libertad de fijación y establecimiento de la cuantía y el régimen de los honorarios (con respeto, en todo caso a las normas deontológicas y sobre competencia desleal).
Esto supone que el abogado podrá fijar sus honorarios libremente y cerrar el correspondiente acuerdo con su cliente, careciendo de cualquier referencia legal o estatutaria para adecuar la determinación de los mismos. Es el mercado el que ahora manda, y a través de éste deberá el abogado fijar sus honorarios. No hay mínimos ni máximos, ni orientación colegial alguna, salvo para los procesos de tasación de costas y reclamaciones de honorarios conforme al artículo 35 de la LEC.
Esta regulación ha llevado al abogado a una situación verdaderamente compleja, pues el abogado carece de un arancel o baremo siquiera de referencia, situación que podemos trasladar igualmente al cliente del despacho, que desconoce completamente cuales son los honorarios que el abogado puede cobrarle por sus servicios.
Ante esta tesitura, y siguiendo la obra de Miguel Carbonell "Los Honorarios Profesionales de los Abogados", en el presente post, vamos a detallar algunos de los criterios citados en dicha obra y que pueden ser de aplicación práctica para la fijación de los honorarios, reglas atienden a situaciones que pueden darse en cualquier despacho de abogados y que, en mayor o menor medida, pueden ser empleadas para una determinación más justa, objetiva y realista de los honorarios.
1) El tiempo y el esfuerzo que va a requerir atender el asunto;
2) Lo novedoso del tema y el grado de dificultad de las cuestiones involucradas;
3) El grado de preparación o especialización requerido para atender el asunto;
4) La posibilidad de que, por atender el caso, el abogado tuviera que declinar la atención de otros asuntos, tomando en cuenta lo que eso te supondría en honorarios no generados;
5) El monto de honorarios que se acostumbra cobrar en la plaza en la que se desempeña la actividad profesional.
6) El monto que está en juego en la controversia, en caso de que se pueda determinar;
7) El resultado que se espera obtener;
8) Las limitaciones de tiempo que el encargo trae consigo, ya sea como consecuencia de la naturaleza del asunto o como resultado de lo que ha hecho o dejado de hacer el cliente (hay clientes que dejan pasar el tiempo y piden auxilio en el último momento, lo que obliga a dedicarle atención exclusiva a su problema durante varios días y durante muchas horas cada día);
9) El tipo de relación que tengamos con el cliente, considerando que podemos haber atendido asuntos anteriores del mismo cliente o si tenemos con él una larga relación profesional, lo que supone que se pueda fijar un mejor precio para atenderlo;
10) La experiencia, reputación y habilidad del abogado que va a prestar los servicios profesionales;
11) El hecho de que los honorarios sean fijos o contingentes (es decir, sujetos a alguna condición de realización incierta);
12) Lo deseable o indeseable que pueda resultar hacerse cargo del caso (a veces defender a cierto tipo de personajes o cierto tipo de asuntos, aunque estén muy bien pagados, puede generar resultados negativos en el mediano y largo plazo).
A la vista de estas reglas, lo interesante de las mismas es que contemplan contextos que convergen en multitud de relaciones profesionales y que por ello debemos ponerlas en valor, pues de lo contrario, es posible que estemos facturando en exceso o defecto al no haber realizado una evaluación certera de los factores que intervienen en el encargo.
Un último consejo, caso de adoptar alguno de estos criterios, sería conveniente hacerlos constar expresamente en la hoja de encargo, en el apartado dedicado a "Honorarios" salvo, claro está, si se trate del epígrafe 12…
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