Los ciberdelitos han aumentado en un 72% respecto de la situación anterior a la pandemia del virus del SARS-COV 2. Así, afirmaba en febrero el ministro Grande-Marlaska que, actualmente, uno de cada cinco delitos cometidos en España se realizan a través de la red. En este contexto, logran especial protagonismo aquellos servicios que nos ofrecen una mayor seguridad en el espectro digital.
Podríamos definir una VPN o Virtual Private Network, por sus siglas en inglés, como una suerte de red privada entre computadoras. Es bien sabido que Internet se caracteriza por ser una red pública y descentralizada de ordenadores interconectados. Pues bien, podríamos afirmar que una VPN es un programa informático que nos permite crear redes privadas entre dispositivos dentro del tráfico de Internet, de modo que todos aquellos dispositivos que no pertenezcan a dicha red, no podrán acceder a la misma.
En la práctica, programas como las VPN ocultan las IP de nuestros ordenadores, es decir, los números que identifican a nuestros ordenadores en la red; pudiendo, en ocasiones, llegar a ofrecernos IP alternativas. Sin embargo, ello plantea varios problemas éticamente cuestionables. Recordemos que las IP de nuestros ordenadores se encuentran ligadas al Estado en que residimos. Si ocultaramos nuestra IP, ello nos permitiría eludir las fronteras virtuales existentes entre Estados. Esta práctica nos permitiría, por ejemplo, utilizar plataformas de streaming como Netflix o HBO y consumir contenido exclusivo de la plataforma, únicamente accesible en otro Estado. Aunque ello pueda parecer una gran ventaja, ¿acaso no plantea serias cuestiones éticas el hecho de poder atravesar fronteras sin ningún tipo de restricción? ¿Acaso el uso de VPN no facilitaría la comisión de ciberdelitos, permitiendo al autor esconder fácilmente su rastro?
En cualquier caso, es innegable que las VPN ofrecen grandes ventajas en términos de seguridad en la navegación en la web. Es bien sabido que la consecución de cotas aceptables de seguridad en Internet ha sido, y en cierto modo, sigue siendo aún, el principal reto que afrontan la navegación web y el comercio electrónico. El uso de VPN ha brindado una alternativa asequible a dicha inseguridad mediante una simple suscripción mensual. De hecho, el uso de VPN no es algo nuevo: hace décadas que estos programas llevan utilizándose en el seno de grandes empresas con el fin de proteger sus transacciones.
Visto lo visto, podríamos simplificar el dilema que proponen las VPN en una simple pregunta: ¿deberíamos aceptar el uso de las VPN, logrando así una mayor seguridad, aunque suponga una mayor libertad en el uso transfronterizo de Internet; o deberíamos, por el contrario, impedir su uso de modo que sigan respetándose las fronteras, aunque ello suponga una mayor inseguridad en la red? Actualmente, en un mundo claramente globalizado, la segunda opción parece mucho más improbable.
Ante esta disyuntiva, la respuesta de los distintos Estados ha sido bastante diversa. Aunque en la mayoría de los Estados occidentales su uso está plenamente permitido, en muchos otros Estados como China o Irán, aun estando permitidas las VPN, los gobiernos obstaculizan seriamente su uso. En el caso de China, aunque las VPN no están estrictamente prohibidas, el gobierno chino ha bloqueado la mayoría de las páginas distribuidoras de estos servicios. Otros Estados como Rusia han optado por su plena ilegalización.
Como ya hemos dicho, en el caso de Estados como España, el uso de las VPN está plenamente permitido, aunque ello no implica que determinados usos que de dichos programas puedan hacerse no estén sancionados o incluso penados. La razón es simple: debido a su carácter meramente instrumental, las VPN no pueden ser consideradas como “buenas” o “malas”, pues ello depende del uso que el usuario haga de las mismas. Podríamos poner como ejemplo el caso de un cuchillo: se trata de una herramienta que permite, simultáneamente, cocinar deliciosos manjares o herir de gravedad a otras personas; pero no por ello el cuchillo es “bueno” o “malo”; ello dependerá del uso que quien lo blande haga del mismo.
Es por esta misma razón que nuestro Código Penal, a la hora de castigar determinadas conductas realizadas mediantes sistemas informáticos como puede ser el caso de una VPN, antes que generar nuevos tipos penales dedicados ex profeso a la penalización de ciberdelitos, ha optado por adecuar los tipos penales ya existentes a la aparición de nuevos instrumentos informáticos; pues, en esencia, los ciberdelitos no son sino aquellos delitos que pueden realizarse en el mundo físico, aunque contando, en este caso, con la ayuda de sistemas informáticos para su comisión.
En definitiva, las VPN conforman una espada de doble filo. Estos programas nos brindan una mayor libertad y seguridad, aunque también facilitan la labor de ciberdelincuentes. En cualquier caso, la globalización en Internet y la utopía de una plena seguridad digital desvalorizarían una ilegalización de estos programas. Parece ser que, antes que castigar terminantemente su uso, la respuesta pasa por modernizar y reforzar nuestras herramientas para la persecución de delitos informáticos.