El autor sostiene que ante el repliegue del Estado surge una justicia paralela que no responde a la racionalidad del derecho
Nadie, absolutamente nadie, ha logrado recrear la atmósfera jurídica de los Andes, con sus abismos y contradicciones, como Enrique López Albújar, el gran escritor peruano que nos legó obras tan hermosas como "Cuentos Andinos" y "Matalaché". Sin embargo, la cumbre literaria alcanzada por la pluma de López Albújar, hoy, en Bolivia, ha sido superada por la realidad. Cuando contemplé las imágenes del linchamiento que acabó con la vida de dos presuntos ladrones en Achacachi, un cuento de López Albújar, Ushanan Jampi -morir en manos de la comunidad-, vino a mi mente de manera inmediata. Y desde entonces, lo he evocado con insistencia, como una de esas pesadillas de las que tarda uno en despertar.
En un contexto de miseria y anarquía, de cuando en cuando y ante la inmovilidad de las fuerzas del orden y de los operadores jurídicos, las comunidades indígenas se toman la justicia por su mano. Y asesinan o castigan a los delincuentes que osan perturbar la calma de sus habitantes. No es, por supuesto, un hecho que sólo ocurra en el cosmos andino. Basta con revisar las noticias para comprobar cómo se ha extendido el fenómeno de la justicia paralela, ante la ineficacia de un Estado incapaz de proveer seguridad y paz a los ciudadanos. Cuando ello sucede, las Constituciones se tornan en meras de hojas de papel -como decía Ferdinand de Lasalle- y más aún si reman contra los poderes fácticos. Eso está sucediendo en Bolivia, el corazón de Sudamérica.
El indigenismo radical no se conforma con rescatar la gloriosa tradición de una cultura milenaria. Pretende, inútilmente, instaurar el anacronismo y refundar el Derecho en torno a unos valores vesánicos de revancha y segregación. Es un racismo a la inversa, institucionalizado y acatado, producto de siglos de postración e inmovilidad. Reivindica una serie de formalismos barbarizados bajo el pretexto difuso del multiculturalismo y el alma nacional. La ausencia del Estado boliviano en las zonas más sensibles y la ineficacia en la respuesta jurídica se debe, entre muchas razones, a los problemas internos que atraviesa la política altiplánica. Ante un Estado que está más preocupado en implantar sus objetivos ideológicos que en hacer valer los procedimientos legales y que no otorga los recursos necesarios para ello, los linchamientos no tardan en propagarse.
El Derecho no puede convertirse en la espada de Gedeón de una etnia determinada. Las leyes jamás han de ser un instrumento de venganza. La persistencia irredenta de un puñado de tradiciones inhumanas que menoscaban la riqueza de una cultura universal y milenaria es el signo supremo de una sociedad civil anémica y de un Estado ineficiente que no atina a ejercer el poder. No sabe cómo hacerlo. Existen -Vargas Llosa, al menos en esto, estaba en lo cierto- diversas utopías arcaicas que sobreviven en los lugares más dispares. No sólo en Los Andes. Y tienen que ser combatidas, con las armas legítimas del Estado de Derecho. Linchar a un delincuente nos conduce a la selva. Si permitimos que se propague el ejemplo anárquico, pronto, el Derecho se tornará en su antítesis. Devendrá en injusticia. Y estallará la iniquidad. Así, sometido, el Derecho perecerá, como en Bolivia, a manos de una muchedumbre. Ese fue el destino de Cunce Maille, el antihéroe de López Albújar, que sucumbió en una ficción al "juicio" implacable de los comuneros. En Achacachi, a dos bolivianos, los mató la realidad. La cruda y perversa realidad.