Paris, año 1996. Jean Claude Mery, un antiguo funcionario del partido francés RPR destapa uno de los mayores escándalos de corrupción de Francia. Revela información sobre cientos de contratos del ayuntamiento de Paris amañados y repartidos por los partidos políticos a empresas afines. El cártel duró años en los que generaron un perjuicio desproporcionado a las arcas públicas al afectar a las infraestructuras de Paris. La investigación llegó a salpicar al propio Jaques Chirac, expresidente de la República que acabó su carrera condenado a dos años de prisión por malversación de caudales públicos. Mery, amenazado y gravemente enfermo falleció tres años después de su confesión y el escándalo se saldó con unas pocas penas de cárcel y cientos de millones de francos de los contribuyentes franceses en manos de las empresas participantes y de las personas involucradas en la trama.
Suiza, año 2009. Hervé Falciani, un ingeniero informático decide colaborar con las autoridades fiscales de varios países y entrega un listado con los datos de más de 130.000 cuentas ocultas. En el año 2012 es detenido por revelación de secretos financieros. Se oculta en España y tras seis meses en prisión en España queda en libertad y consigue evitar la extradición. En el año 2015 un tribunal suizo le condena en rebeldía a cinco años de prisión. En el año 2018 vuelve a ser detenido en España, pero se ordena su libertad con medidas cautelares.
Valencia, año 2015. Una ingeniera de una gran empresa se niega a emitir facturas falsas y participar en una de las mayores tramas de corrupción de la Comunidad Valenciana. Como consecuencia de ello, es despedida. Tras dos años de litigios la empresa es condenada a readmitir a la denunciante.
Estas tres personas antepusieron su integridad y el interés público frente a los intereses de las organizaciones a las que pertenecían.
Estas historias también comparten otros tres elementos:
1. los denunciantes han sufrido duras represalias como la cárcel o la pérdida de empleo,
2. las conductas denunciadas se han confirmado ante los tribunales y
3. los denunciados se han visto obligados a luchar por su reputación.
Conscientes del valor de estas personas para frenar la corrupción, Estados Unidos o el Reino Unido llevan décadas protegiendo y recompensando a informantes que cooperan en lugar de mirar hacia otro lado.
Sin embargo en Europa hemos avanzando tímidamente proponiendo iniciativas puntuales para sectores como el blanqueo de capitales o la financiación del terrorismo.
A día de hoy, es cierto que cualquier sistema de cumplimiento normativo incluye un canal de denuncias que permite a estas personas comunicar internamente la conducta ilegal. Estos van desde el buzón tradicional hasta sistemas digitales cifrados y anónimos.
A pesar de este avance, el marco legal aplicable al denunciante puede variar dentro de la Unión Europea. Esta situación genera inseguridad jurídica no sólo al denunciante, sino que el denunciado y a las propias empresas. ¿Debemos proteger los intereses de la empresa, los de la persona íntegra que comunica a la empresa sus inquietudes, los del denunciado o los de terceros? Así las cosas, en algunos Estados miembros, los delatores como Falciani pueden incluso enfrentarse a penas de cárcel.
Tras un largo debate, la Unión Europea ha aprobado finalmente la “Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión” que se ha publicado el pasado 26 de noviembre de 2019.
Esta norma ha despertado la preocupación de las empresas. No es para menos: cualquier empresa con más de cincuenta empleados o con un volumen de negocios superior a los 10 millones de euros, así como las empresas de cualquier tamaño del sector financiero o vulnerables al blanqueo de capitales o a la financiación del terrorismo, están obligadas a implantar un sistema de denuncias.
Estos canales deberán garantizar la confidencialidad de la identidad del informante, designar a una persona responsable del canal que gestione las denuncias. Los delatores también podrán acceder a sistemas externos de la Administración. Finalmente la Directiva consagra mecanismos para la protección tras la denuncia.
Curiosamente, las organizaciones que ya cuentan con canales de denuncia se quejan de la falta de denuncias o comunicaciones. ¿Será porque en la organización nunca pasa nada? Cuesta creerlo.
Los datos del eurobarómetro del año 2017 hablan por sí solos: el 81% de los encuestados respondieron que no informaron sobre los casos de corrupción que sufrieron o presenciaron.
Tenemos dos grandes escollos que superar para alcanzar el cambio: el miedo y el silencio.
Comencemos por el miedo. Curiosamente el miedo es recíproco, el informante teme a la organización y la organización teme al posible chivato. Y el miedo genera la desconfianza: el informante no se fía del sistema y la organización no se fía de la denuncia.
Sigamos con el silencio. En la sociedad post #metoo, todos somos conscientes de que cualquier ilegalidad como la corrupción o el acoso es más probable en las organizaciones opacas. Cuanto menor sea la transparencia más fácil será ocultar. Miramos hacia otro lado por miedo al enfrentamiento o a represalias y la inseguridad que genera la opacidad aumenta ese miedo. A estas alturas, es de sobra conocido que esta cultura del silencio tiene y ha tenido efectos nefastos para las empresas afectadas y para las arcas del Estado y, por ende, para cada contribuyente.
En conclusión, el cambio legal debe ir de la mano de un cambio cultural y esto sólo se consigue combatiendo el miedo y el silencio empoderando a las personas que quieran informar desde la confianza y en un entorno en el que se garantice la integridad y la transparencia.
Para ello, nada más efectivo que el compromiso, la transparencia y la información desde la alta dirección que servirá de palanca para el cambio en cada organización.