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25/04/2024. 18:07:10

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El interés público en el deporte

Vivimos tiempos muy convulsos en el mundo del deporte derivados de informaciones periodísticas, disputas entre distintos actores del deporte, candidaturas olímpicas frustradas y futuros cambios legislativos que generan incomodidad en un reducido pero ruidoso porcentaje del deporte español. Todos estos conflictos tienen un denominador común, y es la graduación de la intervención pública tanto a nivel competencial como a nivel político. Sobre el primer nivel, que es el que nos ocupará aquí, el Proyecto de Ley del Deporte cuya aprobación anunció el Presidente del Consejo Superior de Deportes para finales de este año-inicios del próximo da algunas propuestas de interés.

El deporte en España se ha acostumbrado a ser extraordinaria y excesivamente tutelado por la Administración Pública. Ello resulta entendible, en tanto así lo manda el artículo 43.3 de nuestra Constitución, en aquella parte del deporte, la inmensa mayoría, que carece de los medios suficientes para su desarrollo y necesita ayudas públicas. No así en aquel deporte cuya mercantilización y volumen económico desborda sobradamente las capacidades de las Administraciones Públicas, especialmente manifestado en el fútbol. Estas posibilidades administrativas están íntimamente ligadas a la noción de interés público y a la dotación de los medios económicos y materiales suficientes para cumplir con los mandatos legales y constitucionales.

Así, el denominado deporte profesional, en ningún caso coincidente con el concepto de competición profesional que maneja la Ley 10/1990, del Deporte, de 15 de octubre, no debería necesitar la tutela administrativa para su desarrollo, como sucede en el plano internacional, al menos a nivel competencial. Es evidente que la sanidad de las competiciones más importantes no solo garantiza el cumplimiento de las obligaciones administrativas de todos los que las componen, algo obvio pero que ha requerido de varias intervenciones del legislador desde el año 1990; sin embargo, como cualquier otro sector económico, debe ser capaz de autogestionarse dentro del ecosistema del que forma parte, que no es otro que el establecido por las federaciones deportivas internacionales. Y lo cierto es que la intervención actual viene siendo insatisfactoria para todas las partes; hay quienes consideran que no se manifiesta en suficiente intensidad, mientras que otros actores acaban recurriendo a la toma de decisiones unilaterales o al orden jurisdiccional que más le interesa para la resolución de disputas que la legislación deportiva le encomienda al Consejo Superior de Deportes.

Un buen ejemplo de ello lo observamos en el debate de quienes defienden el mantenimiento de la disciplina deportiva como institución sometida al derecho público y a una segunda instancia administrativa. Conviene recordar que el Consejo Superior de Deportes reconoce una modalidad deportiva, que da paso a la creación de una federación deportiva cuya autorización corresponde a la Administración, quien permite a aquellas inscribirse en sus homólogas internacionales, tutela su proceso electoral -elemento esencial de cualquier asociación- y aprueba su normativa esencial –incluida la disciplinaria-. Este exorbitante control público de los aspectos más básicos de una entidad asociativa –que no se da en ninguna otra entidad de esta naturaleza- como es una federación deportiva parecen ser insuficientes entre quienes consideran que la ejecución de la disciplina debe ser tutelada por la Administración, vía Tribunal Administrativo del Deporte. El problema inicial aquí se sitúa en la coherencia del esquema; si todo el bloque competencial de las federaciones deportivas requiere supervisión pública, lo más lógico es convertirlas en entidades públicas y someter toda su actuación a las prerrogativas administrativas, cuyas garantías son mayores. Sin embargo, buena parte de lo anterior carece de la enjundia suficiente para requerir intervención pública, en tanto no existe afección de los intereses generales.

Dentro de los países de nuestro entorno, los del sur de Europa se encaminan hacia un mayor intervencionismo que los del norte, pero el caso de España supera todos los cánones que puedan estudiarse, aun cuando el deporte organizado se rige a nivel mundial por los estándares fijados a nivel internacional. Conviene saber que el debate sobre la disciplina deportiva a nivel periodístico y de enmiendas al Proyecto de Ley del Deporte trae causa, exclusivamente, de la entidad que, en la competición profesional, tiene encomendada esa función, emanada del contexto deportivo internacional y no de la intención del legislador. De ahí que la pretensión no sea revertir al competente –aunque ese sea el anhelo final- sino minimizar las facultades que este tiene dentro de los límites que las normas internacionales permitan.

Llegados a este punto, debemos preguntarnos dónde se sitúa el interés público en el hecho de que un deportista sea sancionado por su federación tras cometer una infracción a las reglas de juego o competición. En nuestra opinión, tal circunstancia no se da aquí; en todo caso encontramos un interés particular cuya tutela se ubica en la esfera del artículo 24 de nuestra Constitución, como puede situarse el de un trabajador cuyo conflicto laboral acaba dirimiéndose en la jurisdicción social. Si los órganos judiciales no dan adecuada respuesta a problemas de índole asociativo-mercantil, la solución no se encuentra en que la Administración supla las carencias, sino en garantizar una tutela judicial efectiva tanto al deporte como a cualesquiera otros sectores en los que los plazos judiciales reales acaban por difuminar el derecho constitucionalmente recogido en el citado artículo 24, y que tampoco cuentan con un paraguas en forma de tribunal administrativo. En estos contextos, y más aún en aquellos donde la nota predominante de la competición es su mercantilización, las posibilidades de garantizar una doble vía ágil a través de mecanismos de solución extrajudicial de conflictos como el arbitraje son eficaces y no pervierten la ubicación del interés público a escenarios que, claramente, exceden de este concepto. El trasfondo aquí se ubica en la desconfianza en el modelo federativo, incongruente con el estatus predominante que el legislador le concede, hasta el punto de atribuirle el ejercicio de funciones públicas.

También se encuentra detrás de las encarnizadas luchas de poder en el deporte el errado alcance del interés público en el deporte. En el caso del fútbol calificado como profesional, la irrupción de hasta tres entidades con competencias pervierte el esquema hasta hacerlo insostenible. Es prácticamente imposible encontrar en el panorama deportivo mundial una competición en la que, legalmente, participen en su gestión hasta tres entidades de forma tan directa; en su caso encontramos dos, y ninguna de ellas es la Administración Pública. Este error conceptual, emanado de adaptar una situación previa a la ley como es la existencia de una asociación de clubes gestora de la competición, únicamente es fuente de conflictos por la indefinición de las competencias de cada entidad, la dificultad de conciliar intereses que son, entre las tres entidades, absolutamente dispares y por la posición de debilidad de la Administración Pública y del Consejo Superior de Deportes que busca ser aprovechada por el resto de actores y, en alguna ocasión, incluso por sus propios dirigentes a través de pactos de difícil digestión para la opinión pública.

Sin embargo, el error más preocupante es el que pretende replicar tan fallido esquema al fútbol en categoría femenina –y en otras competiciones como el balonmano-. Esto surge nuevamente de un intervencionismo público que carece de justificación, y es que supone conceder a la Administración deportiva el rol de decidir qué modelo organizativo debe regir para una competición. Tal planteamiento rompe los esquemas del modelo deportivo internacional –que se cimienta sobre las potestades federativas de organización de competiciones- que luego pretende preservarse mediante un juego de equilibrios insostenible y que se fundamenta en el apellido “profesional” que recibe la competición, que no se corresponde con lo que se entiende por deporte profesional y cree otorgar un estatus cuya verdadera consecución se logra por otros medios como los convenios colectivos u otras formas más precisas de explotación de los derechos económicos de clubes y competición. Este defecto no ha sido resuelto por el Proyecto de Ley del Deporte, lo que fomentará su aplicación en más ocasiones.

Como conclusión, el interés público en el deporte necesita ser redimensionado con cierta premura y reducirlo al mandato que el constituyente estipuló en el artículo 43.3. El Proyecto de Ley del Deporte hace notables avances en este sentido, aunque insuficientes en tanto mantiene amplias competencias públicas cuyas dificultades de ejecución son claras. Aquí, tal y como referíamos en el párrafo inicial, la labor política debe tomar mayor protagonismo que la meramente legal, por ejemplo para impedir que una entidad deportiva acabe asumiendo el control de facto de la totalidad del deporte organizado o para hacer triunfar una candidatura olímpica, como en otros países se usó para obstaculizar la Superliga o impedir que un futbolista cambie de liga.

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