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30/04/2024. 06:20:29

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Comentarios de urgencia a la inminente Ley de Comunicación Audiovisual

Profesora Doctora en la UNIR

El día 3 de diciembre del corriente ha finalizado el plazo del trámite de audiencia e información públicas en que se encontraba el Anteproyecto de Ley General de Comunicación Audiovisual que se iniciaba el pasado 6 de noviembre.

La nueva Norma, que desplazará a la Ley 7/2010, de 31 de marzo, implica hacer efectivo el mandato contenido en la DSCA II (Directiva UE 2018/1088), Texto por el que se modifica a su vez la Directiva UE 2010/13 (DSCA I), que ordena su transposición al ordenamiento interno, tras fijar como fecha tope el 19 de septiembre del presente año, lo que ya no será posible.

El Anteproyecto recoge las líneas de base de la Directiva europea, cuya novedad principal es la inclusión de los servicios audiovisuales de las plataformas digitales, que hasta ahora habían permanecido como convidadas de piedra pues, en puridad, la normativa audiovisual tan sólo afectaba a radiodifusores y operadores de radio y televisión.

Y, ¡ojo!, que permanecer anclados en la condición de convidados de piedra no ha sido una cuestión menor, pues los nuevos players han podido soslayar hasta ahora obligaciones de calado (por ejemplo, la de destinar un porcentaje de sus resultados a la promoción de obras europeas o hacer efectivo sus deberes fiscales en España).

La extensión de las obligaciones a los nuevos ´actores` audiovisuales supone, pues, dar cumplimiento al anhelo del legislador europeo que, con la promulgación de la DSCA II, ha pretendido dar carpetazo a la situación de tolerancia que ya no puede prolongarse (una parte del sector -encarnada en radiodifusores y operadores tradicionales-, permanece sujeta a una regulación de máximos, frente a otra -protagonizada por prestadores de servicios por Internet, OTTs, etc.-, que ha gozado de una normativa mucho más laxa).

Este principio rector que atraviesa transversalmente el Texto europeo se hace patente tempranamente en el Anteproyecto español, al estipular su artículo primero que: “el objeto de esta Ley es regular la comunicación audiovisual de ámbito estatal, así como la prestación del servicio de intercambio de vídeos a través de plataforma”.

La prelación del articulado es, jurídicamente, relevante; en este caso concreto, implica mucho más que una mera declaración de intenciones, pues el Texto normativo anticipa una regulación más restrictiva que la planteada por el legislador europeo.

De hecho, para despejar cualquier atisbo de duda, el precepto segundo, en línea con el Commercial Law anglosajón, muy dado a incluir definiciones, aclara que éste es “servicio cuya finalidad principal consiste en proporcionar, al público en general, a través de redes de comunicaciones electrónicas, programas, vídeos generados por usuarios o ambas cosas, sobre los que no tiene responsabilidad editorial el prestador de la plataforma, así como emitir comunicaciones comerciales, y cuya organización determina el prestador”.

Como puede comprobarse, la inclusión en el artículo segundo de la eventual responsabilidad en que incurran los sujetos obligados que abarcan un amplio espectro y que se inspira en otros textos normativos europeos -como la Directiva de Derechos de Autor- proyecta una regulación en clave restrictiva, que se refleja en el régimen sancionador que incluye el Anteproyecto en su Título X y que seguidamente comentaré.

La Directiva es una regulación de minimis, pues supone una armonización mínima que los Estados Miembros respectivos pueden ampliar al regular de manera más estricta, lo que, a tenor del Anteproyecto que se debate, es el caso.

Con respecto a la anterior Ley, la extensión de la obligación de la promoción de obras europeas a todos los operadores audiovisuales sin distinción es una reivindicación de los operadores tradicionales que encuentro justa, pues se trata de un deber oneroso, que además se añade a los altos costes que han tenido que afrontar en las sucesivas mudanzas del espectro, agravado todo ello por la bajada continuada de la facturación publicitaria.

Es precisamente este bien demanial público -el espectro radioeléctrico- el que ha suscitado una actitud hipergarantista por parte de los gobiernos sucesivos. En parte, ello se ha debido a que el audiovisual es un sector regulado que se inspira en la excèption culturelle francesa, una prerrogativa que ha contribuido a la rigidez normativa que ha caracterizado el sector.

La sombra de esta atribución es alargada y tiene su reflejo en todos los textos que han normado el sector. El actual Anteproyecto tampoco escapa de su impronta, ya que la regulación de la prestación del servicio audiovisual es pública, con el corolario de ventajas y, sobre todo, de obligaciones que tal consideración implica.

Dos son las cuestiones principales que se derivan de la concepción normativa de servicio público. De un lado, la vertiente normativa relativa al continente (al espectro radioeléctrico, por ejemplo); de otro, la que atañe al contenido.

Hasta ahora, los gobiernos sucesivos se han mostrado férreos en el control del espectro. Prueba de esta querencia por el control del espectro es el aluvión de normas de escaso rango que se han promulgado.

Tampoco han sido escasos los intentos por el control del contenido. Sin embargo, ha sido posiblemente la falta unánime de acuerdos lo que ha posibilitado que, hasta ahora, su supervisión haya gozado (afortunadamente) de una suerte de control ex post próximo a la autorregulación por parte de los propios medios.

En este sentido, excepto los consejos audiovisuales autonómicos catalán y andaluz, el intento frustrado de creación de un Consejo Audiovisual de carácter nacional se ha revelado a la postre como una bendición.

Y ello porque los intentos por el control de los medios son consustanciales al ejercicio del poder, pero las intervenciones de estos últimos meses en esta materia por parte del Ejecutivo no presagian nada positivo.

Esta deriva intervencionista tiene su reflejo en el Título X del Anteproyecto que, como adelantaba, incluye un régimen sancionador que tiene un sesgo restrictivo, al incluir nada menos que más de cincuenta sanciones, que se gradúan desde muy graves a leves.

El régimen sancionador es, tal vez, la parte más relevante de una Norma y desde luego refleja bien la posición del legislador respecto de sus intenciones y prioridades.

De este modo, uno de los preceptos que más interrogantes me genera es el que regula las sanciones muy graves (artículo 155). Así, por ejemplo, en su apartado primero, prevé como sanción muy grave: “La emisión de contenidos audiovisuales que de forma manifiesta inciten a la violencia, a la comisión de un acto o delito de terrorismo o de pornografía infantil o de carácter racista y xenófobo, al odio o a la discriminación contra un grupo o miembros de un grupo por razón de sexo, raza, color, orígenes étnicos o sociales, características genéticas, lengua, religión o convicciones, opiniones políticas o de cualquier otro tipo, pertenencia a una minoría nacional, patrimonio, nacimiento, discapacidad, edad, orientación sexual o nacionalidad”.

Las eventuales conductas en que incurran los prestadores de servicios audiovisuales se encuentran en una horquilla económica estipulada en el artículo 158 del Anteproyecto (que va desde los 200.000 euros hasta el diez por ciento de la facturación, en función, precisamente, de sus resultados brutos de explotación).

De permanecer así la redacción de ambos preceptos, el régimen sancionador puede calificarse de excesivo (más duro aun si cabe que el actual régimen sancionador previsto en la normativa sobre protección de datos).

Pero, por encima de todo, lo que más me preocupa es que la actual redacción proyecta una intencionalidad de control sobre los contenidos inusitada (ni siquiera reflejada en una ley preconstitucional como la Ley de Prensa e Imprenta de 1966) a la que, lamentablemente, hemos asistido en los últimos meses.

En este sentido, considero que la redacción es ambigua a propósito y denota un ansia de control del audiovisual que tiene tintes muy preocupantes. En línea con lo que acontece en otros sectores normativos, subyace un deseo de traspasar competencias que hasta ahora recaían en el poder judicial, garante de los derechos fundamentales, a organismos que dependen del Ejecutivo. En este caso, la CNMC ve ampliada su potestad sancionadora.

No se me escapa que este intento es consustancial a todos los gobiernos que, en mayor o menor medida y dentro de su ámbito competencial -nacional, autonómico o local- han mostrado apetito por el audiovisual. Ahora bien, mucho me temo que esta vez más allá.

Así lo anticipa, insisto, este Anteproyecto, un Texto con virtudes (¡por fin se pone el contador a cero para todos los operadores!), que dota de seguridad jurídica al sector pero que puede suponer una involución importante si se mantiene la redacción de algunos preceptos, como el comentado 155.

A menudo sucede con las leyes que tienen un clausulado extenso. No ocultaré que es precisamente en estos casos cuando envidio la tradición reguladora anglosajona, muy proclive a la brevedad. ¿Por qué? Porque las cuestiones importantes -como la libertad de expresión, que es un derecho fundamental- apenas se regulan, al darse por sentadas, mientras que en el derecho continental se tiende a normar de manera exhaustiva, con textos largos, en la creencia de que así la regulación será más tuitiva.

En efecto, la hiperprotección a menudo produce el efecto contrario. Es como un vaso que se coloca para intentar preservar la llama de una vela. Esta acción no solamente la debilitará, sino que hará que la llama se extinga. Y esto es, precisamente, lo que puede ocurrir con la futura Ley audiovisual, dado el marcado sesgo intervencionista de este Anteproyecto, que puede llevarse por delante garantías jurídico-sustantivas y jurídico-procesales que deberían ser irrenunciables.

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