¿Lo estaré haciendo bien? ¿Seré suficientemente buena? ¿Me equivocaré? Estas preguntas bien podrían hacérselas una abogada que empieza por cuenta propia, como una recién estrenada madre.
Cuando estaba en la Universidad, nos explicaban qué esperaban los despachos de abogados de nosotros, qué cualidades debíamos tener, cómo hablar en una entrevista de trabajo o cómo posar para una fotografía corporativa.
Llegaban a las aulas socios de grandes despachos o altos ejecutivos de empresas internacionales a explicarnos cómo era esa vida llena de liderazgo, talento, numerosas horas de trabajo, y qué debíamos hacer para conseguir llegar tan alto como ellos. Poco explicaron sobre la conciliación de esa vida profesional tan exitosa con el mundo familiar, y sinceramente, en mi cabeza de veintipocos años, ese dilema lo veía muy lejano.
Me recuerdo inocente, llena de ilusión y con ganas de demostrar todo lo que sabía y la capacidad de aprendizaje que tenía, y así llegué a un despacho profesional en Málaga, en el que aprendí la mayor parte de los conocimientos que como abogada hoy sé, y soy. Confiaron en mí, y me dieron la libertad y la autonomía desde el primer momento para poder reunirme con clientes, dar presupuestos, iniciar un procedimiento y defenderlo hasta el final, comunicar al cliente las buenas, y también las malas noticias con el fallo de la tan esperada sentencia…y tras varios años de experiencia, ahí andaba yo, sin parar ni un minuto en medio de la vorágine jurídica, cuando llegó mi primera maternidad.
Ilusa de mí…pensaba que tener un hijo iba a ser tan fácil como incorporar una nueva planta al salón. Y nada más lejos de la realidad. De repente, la conciliación entre las necesidades del despacho y los clientes, con las necesidades de mi hijo se hicieron cada vez más difíciles. Compaginar los mocos y las visitas a urgencias con acudir a vistas, redactar recursos o atender a los plazos procesales era una lucha titánica…y ahí andaba yo, de nuevo y con más ojeras, cuando llegó mi segunda maternidad, apenas dieciocho meses después de la primera.
Y fue en ese momento, cuando me di cuenta de que no había tiempo suficiente para cubrir todos los frentes que tenía por delante. Dos bebés con menos de dos años, y una carrera profesional por delante. Ambos mundos se me planteaban totalmente incompatibles. Tenía claro que mis hijos eran prioritarios frente al resto, pero ¿eso implicaría renunciar a mi profesión, esa que tanto me apasionaba y que tan feliz me hacía?
La respuesta fue no. Gracias al apoyo de mi marido y de mi familia, decidí tener un tercer hijo: mi propio despacho. Con muchas dudas, miedos e incertidumbre, pero también llena de ilusión, con más años de experiencia y, sobre todo, siendo dueña de mi tiempo para cuidar a mis tres hijos por igual, sintiendo que, por fin, la balanza se equilibraba entre mi “yo” madre y mi “yo” abogada.
He aprendido la importancia de saber decir “no” a procedimientos que llevarían muchas horas y poca facturación, a delegar en otros compañeros los encargos de materias de las cuales no soy especialista, a valorar el coste de mi propio trabajo y no exigir menos al cliente; e igualmente, a comprometerme con cada uno de los retos que llegan al despacho, a estar actualizada y continuar formándome en este mundo tan cambiante como es la abogacía, y de esta manera poder, verdaderamente, conciliar la vida laboral con la vida profesional, aunque toque responder un e-mail un sábado por la noche o ir un martes al mediodía al pediatra. Ojeras mediante.
La conciliación entre el mundo familiar y el mundo laboral sigue siendo un reto en nuestra sociedad. Y aunque se lucha por medidas legales que permitan encontrar el equilibrio, ya sea a través del teletrabajo, desconexión laboral o permisos más largos y retribuidos, también se ha de librar la batalla por la concienciación social sobre la corresponsabilidad familiar, en la crianza y educación de los hijos, y como sociedad, debemos fijarnos este objetivo como primordial para poder alcanzar la conciliación tan soñada, y a la vez tan lejana.