El planeamiento urbanístico tiene hoy día una serie de retos importantes ante sí. Los problemas se originan en la práctica generalmente en aplicación de figuras tales como las permutas, los convenios, las reclasificaciones y la venta de patrimonio municipal de suelo. Estos temas deberían estar bien regulados, no escatimando la Ley regulaciones sobre sus presupuestos, sobre el régimen a seguir y en especial sobre sus posibles límites.
Es más, si tan nefastas son en verdad estas figuras lo lógico sería prohibirlas. Sin embargo, las nuevas leyes administrativas (así, la nueva legislación estatal del suelo) no las regulan suficientemente, ni precisan si debe haber o no concursos, tasaciones, casos vedados, etc. En este contexto, entonces, no puede extrañar que estas figuras se apliquen por alcaldes, promotores, etc.
Pero resulta que, una vez aplicadas sin contravenir precepto administrativo alguno, quien las aplica puede incurrir en responsabilidades incluso penales. De hecho, parece esperarse actualmente de este Derecho la respuesta a este tipo de problemas cuya solución en mi opinión debería abordarse, como acabo de argumentar, en la legislación administrativa.
Si se
dictan nuevas leyes éstos deberían ser los retos, es decir, regular estas
figuras, que son el auténtico foco de
problemas jurídicos reales en la actualidad.
Sorprende, pues, que el legislador no las regule y en cambio dedique artículos
a veces a temas nada prácticos, o consabidos, como que, por ejemplo, todos
tenemos un derecho general a vivir ambientalmente.
Deberíamos también acostumbrarnos a ver leyes de urbanismo o territorio del Estado amplias, como ocurre en el resto de Europa incluyendo por cierto al Estado "federal" de Alemania. Porque la sentencia del Tribunal Constitucional 61/1997 argumentó o concluyó que el Estado no podía regular aquello que regulaba el Texto Refundido de 1992, pero no dijo que el Estado no pudiera sacarnos de dudas sobre si hace falta o no concurso en un determinado proyecto empresarial, de los comentados o incluso otros similares, como por ejemplo la selección del beneficiario de una expropiación forzosa por cierto.
Así las cosas, la inseguridad es llamativa. El munícipe actúa sin pautas normativas siempre claras, reclasificando, celebrando convenios y permutas. A ello no obsta que los riesgos puedan minimizarse siendo escrupuloso en la selección de procedimientos (aplicando a veces leyes analógicamente) pero la obligación legal ha de ser clara, segura y estricta sin perjuicio de la flexibilidad necesaria.
Esta necesidad (de que la ley misma establezca los criterios) es mayor ante asuntos como éstos, que son la clave de buena parte de problemas bien conocidos del país. En el marco de no pocas incertidumbres administrativas los munícipes realizan prácticas conformes a (o no impedidas, cuando no lo están, por) la ley administrativa urbanística y, a posteriori, pueden surgir conflictos penales.
Pongamos un ejemplo práctico: un Ayuntamiento celebra un convenio con un urbanizador, en virtud del cual aquel pretende la construcción de una obra pública a cambio de una mayor edificabilidad o a cambio de la exoneración del pago de unas tasas o gravámenes al promotor (como informó la famosa sentencia Scala de Milán de Luxemburgo). Este convenio puede impugnarse ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Pero no siempre se impugnan estos acuerdos ante dicha jurisdicción, que es donde debería buscarse la solución jurídica. A veces se plantea penalmente el caso, sin faltar lógica jurídica o base por supuesto para la denuncia penal. Obsérvese: El convenio no estará regulado con la precisión necesaria en la ley administrativa y podrá celebrase según las prácticas comunes sobre las que el legislador administrativo debería definirse. Pero podrá en cambio tener fundamento penal el caso, si el denunciante afirma que la contraprestación que recibe por convenio la Administración (la obra pública) representa una cifra muy inferior a la cantidad o beneficio que podría haber obtenido el Ayuntamiento si, en lugar de este convenio, hubiera aquel exigido la cantidad adeudada por el urbanizador (es decir, en el ejemplo puesto, la cifra de las tasas) sacando acto seguido a concurso la obra. En efecto, puede ser, por ejemplo, que la deuda sean 3 millones de euros y que la obra pública, en vez de por 3 millones de contraprestación del convenio, puedan ser 2 millones (si otro concursante, en efecto, hace la obra por este precio), con lo cual puede no entenderse bien por qué no se celebra un concurso, mereciendo la pena investigar este hecho.
Si éstos son los problemas de nuestro tiempo (pues lo mismo ocurre con permutas, ventas de patrimonio municipal a urbanizadores, reclasificaciones etc), o bien han de regularse bien estas figuras o bien han de prohibirse cuando se publican nuevas leyes (cuyo sentido es dar solución a los problemas reales de su tiempo).