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06/11/2024. 18:33:38
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Compliance: integridad para la vida pública

Francisco José Fernánndez Romero

Socio y director en Sevilla del Despacho Cremades-Calvo Sotelo. Profesor de Derecho Universidad Loyola Andalucía

La decisión del PP de crear un departamento de compliance, anunciada recientemente por su líder Pablo Casado, confirma una tendencia que se venía apuntado y que algunos venimos afirmando desde hace tiempo: las políticas de cumplimiento están destinadas a extenderse desde las corporaciones empresariales hasta el ámbito público, incluyendo dentro de este a los partidos y a todos los actores que intervienen de forma directa o indirecta en él (patronales, sindicatos, colegios profesionales, asociaciones sectoriales y todo tipo de organismos intermedios) y por supuesto también a las propias instituciones públicas.

En realidad, los partidos políticos ya tienen la obligación legal de adoptar en sus normas internas un sistema de prevención de conductas contrarias al ordenamiento jurídico y de supervisión, a los efectos previstos en el artículo 31 bis del Código Penal. Así se dispone en el artículo 9 bis del apartado ocho del artículo segundo de la L.O. 3/2015, de 30 de marzo, de control de la actividad económico-financiera de los Partidos Políticos. Sin embargo, de lo que estamos hablando es de algo que va más allá de un mero parapeto defensivo para espantar problemas penales.

En las grandes corporaciones, el compliance ha evolucionado desde un mecanismo de protección jurídica hasta un verdadero sistema de gobernanza y control de las decisiones de acuerdo a la legalidad, la cultura corporativa y el compromiso social. A la vertiente estrictamente jurídica se le ha agregado una dimensión de gobernanza y reputacional que pone no solo el cumplimiento legal sino el cuidado o la protección de la buena fama en el centro de las decisiones. Porque ambas decisiones se sitúan (no solo pero también) en el plano de la comunicación y la imagen y porque la mejor forma de combatir los problemas reputacionales es evitándolos.

Que un partido político se proponga a través del compliance regenerar su sistema de gobernanza e imponer una cultura de cumplimiento que evite daños y acote responsabilidades me parece, por tanto, una noticia que anticipa una tendencia que acabará llegando, como decía antes, a todos los actores que intervienen en la vida pública y de forma muy principal a las propias instituciones. El refuerzo de las políticas de integridad institucional conforma, en el contexto actual, una exigencia en alza de la sociedad, y es clave para afianzar la legitimidad de las instituciones públicas, tan necesaria para el progreso social. Engarza además con los grandes retos organizacionales del sector público, relacionados con la adopción de procedimientos más ágiles, flexibles y eficaces.

Dotar al sector público de los medios y mecanismos adecuados para evitar las desviaciones de la norma resulta, por lo demás, una actitud responsable por parte de quien debe ser más ejemplarizante: la propia administración y todas las instituciones públicas. Que los sistemas de compliance ya puntúen positivamente en las licitaciones de concursos públicos es algo que tiene todo el sentido, pero lo tendría aún más (y sobre todo tendría más coherencia) si las propias administraciones licitadoras predicaran con el ejemplo y todos los procesos de contratación pública estuvieran sujetos a los filtros y planificación de riesgos del compliance, en todo su ciclo completo: desde la preparación hasta la ejecución de los contratos pasando por la licitación.  

La experiencia en estructuras complejas como pueden ser las de la administración pública demuestra que los programas de cumplimiento ofrecen un marco instrumental sólido, que evita, dificulta y previene las malas prácticas e incrementa los niveles de integridad. Con un robusto sistema de compliance, es mucho más difícil que puedan producirse irregularidades como los contratos innecesarios o que limitan indebidamente la concurrencia, las filtraciones de información privilegiada, las adjudicaciones al margen de los procedimientos, las prácticas anticompetitivas, la exclusión o admisión sesgada de empresas licitadoras, la valoración parcial de las ofertas, la formalización irregular de contratos, la obtención de prestaciones  distintas a las contratadas, las modificaciones injustificadas en la ejecución, la autorización de pagos irregulares o la omisión en exigir responsabilidades por incumplimientos encuentran un contexto 

Pero más allá de ello, las políticas de cumplimiento también ayudan a las empresas y pueden ayudar a las administraciones a mejorar la comunicación interna, a establecer protocolos de seguridad que reduzcan la exposición reputacional, a tener un mapa de riesgos que proporcione  una hora de ruta que permita en todo momento identificar, evaluar y solventar situaciones  de crisis, a potenciar la cultura corporativa basada en los valores del compromiso público, a reforzar la estructura y la autonomía de decisión de los mandos intermedios y por tanto los resultados, a la colaboración interdepartamental y al aprovechamiento de las buenas prácticas y finalmente, a poner la legalidad y por tanto la reputación en el centro de las decisiones.  

Desde una visión evolucionada del compliance, la legalidad no es solo la norma que hay que cumplir sino la expresión de un consenso social. Cumplir la ley es por tanto sinónimo de compromiso y responsabilidad social. Más que una obligación, debe ser un rasgo del carácter corporativo. Y con mucha más razón en el sector público.

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