Maquiavelo y su Príncipe son nombrados asiduamente con disgusto y desaprobación. Sin embargo, parece más sencillo aludir a ellos del modo que lo hizo Francis Bacon, por poco no contemporáneo del florentino, quien, acerca de él y su obra más conocida decía que “hay que agradecer a Maquiavelo y a los escritores de este género el que digan abiertamente y sin disimulo lo que los hombres acostumbran a hacer, no lo que deben hacer”. Por ello, conocer más allá de las idas y venidas de los contratos e inversiones actualmente sub iudice; que conversaciones telefónicas de abogados del caso Gürtel fueron intervenidas violentando la ley, y recortadas, no ha de llevar necesariamente al escándalo, sino, de modo más profundo, a la reflexión de que, históricamente, pocas cosas cambian cuando el Estado pone en manos de los hombres poderes con los que, tan fácilmente, pueden cometerse abusos.
Los abusos de poder han sido siempre vistos como repugnantes a la vista de cualquiera, incluso en momentos en que la sociedad no era igualitaria como busca serlo ahora.
Cuando el Estado o la intuición de él atribuye a personas poderes que le son propios, con cierta frecuencia degenera en abuso; y la sociedad, aunque indiferente, merma un poco más la confianza en lo público.
Es difícil predecir si España, socialmente con gran capacidad de soportar excesos, tras haber vivido un buen racimo de arbitrariedades políticas y judiciales, reaccionará ahora que, después de todo el historial; se ha sabido que abogados de encarcelados por el caso Gürtel fueron escuchados a través de intervenciones telefónicas al margen de la ley, por orden del juez; y posteriormente troqueladas.
Aparte de la reacción procesal, en todo caso, la reflexión, si se produce, debería ir, para ser práctica, a lo que sirve al Estado. Y aquí es útil Maquiavelo, ya que, aunque muchos nombran El Príncipe con escándalo, leído con desapasionamiento, se presenta como un espejo atemporal de la vida pública de Occidente.
Los políticos son siempre sometidos a un juicio social, están en línea de fuego. En este orden de cosas, dice Maquiavelo que, dejando a un lado las fantasías; y preocupándonos sólo de las cosas reales, los gobernantes suelen ser juzgados por infinitos motivos. Enumera varios: por pródigos, tacaños; dadivosos, rapaces, crueles, clementes; traidores, leales; afeminados, pusilánimes, decididos o animosos; humanos, soberbios, lascivos, castos, sinceros, astutos, duros, débiles, graves, frívolos, religiosos, incrédulos, "y así sucesivamente".
Tras hacer este elenco, razona que no es realista pensar que, entre todas las cualidades nombradas, un Príncipe posea sólo las que son consideradas buenas. Pero -sigue- como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente; le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, si puede, aun de las que no se lo haría perder.
Abandonar la vida doméstica, la propia profesión, y dedicarse a los asuntos públicos requiere valor. Quien entre en la esfera política ha de sentirse preparado para arriesgar el sentido del ridículo, los intereses personales, y la excesiva querencia hacia sus pertenencias vitales; porque entorpecen a la libertad.
Es el valor de hablar en público, y del anuncio público de futuras acciones que verá el pueblo y brillarán ante los demás, la virtud política por excelencia, y sólo los hombres que lo tienen probado son admitidos, por acción u omisión, en la premier league de la política.
Si la política es el ámbito de lo estatal, lo que se exige es valor. De lo contrario, se dará el secreto, el forzar las leyes, aprovechar un resquicio de la norma para ordenar escuchas, o apretar las tuercas al superior ante una petición de dimisión. Se pide dimisión cuando se ha hecho algo infame, y todos lo han visto. No ceder, implica minusvalorar a la sociedad: la sociedad es menor de edad, y ha de soportar muchas cosas, que aún no entiende.
Maquiavelo sostiene que el Príncipe ideal ha de desplegar un poder absoluto, capaz de acabar con la corrupción política y las disensiones internas del Estado. A este fin, no desaconsejaba ningún medio, incluido la mentira y la violencia. Pero cabe pensar si la sociedad se merece este espectáculo violento. Es cierto que, contrariamente al pensamiento común, los objetivos políticos difieren de los móviles y fines morales del individual. El Estado, en sí, puede presentarse como dentro de la moral, en contra de ella; o al margen, según las razones que fundamente. Consecuentemente, la famosa "razón de Estado" está estrechamente vinculada con el problema de la legitimidad y la medida del poder.
Penetrar en la intimidad de una casa, donde la mayor parte de las conversaciones telefónicas podrían ser objeto de mofa, si hay una orden judicial, es lícito. Dramatizarlo con voces de actores, parece abusar y ridiculizar. Confiar en los tuyos y abrigarles con el silencio es leal, y paternal. Desoír a los votantes, perplejos ante la inactividad, parece cruel. Afear y explotar las miserias del contrincante político forma parte del juego, tener dos varas de medir, se antoja cínico. Aprovechar la ley procesal para intervenir conversaciones, cara a averiguar exactamente hasta qué punto han llegado las malversaciones forma parte del Estado de Derecho, oír a cliente y abogado preparando su defensa, forzando un precepto antiterrorista…asombroso.
¿Cabe el escándalo, entonces, al leer cómo Maquiavelo daba consejos al Príncipe acerca de cómo acceder y conservar el poder? No es más que un espejo.
Por ello, cabe agradecer la frescura de Narváez, a quien se le atribuye que, en su lecho de muerte, el confesor le animó a perdonar a sus enemigos. Narváez contestó "no puedo, Padre, les he fusilado a todos".