El tratamiento del silencio como declaración de voluntad constitutiva de un contrato plantea una problemática tratada y valorada doctrinal y jurisprudencialmente. Desde la llamada teoría negativa, el silencio, más que una declaración de voluntad es una omisión de declaración. Para Savigny y Bonfante, el contrato implica, no sólo voluntad interna, sino, por encima de ella, una declaración.
Ésta se exige para evitar que sea un intérprete el que tenga que descubrir en cada caso la voluntad interna, lo que disminuiría el grado de seguridad jurídica, dejando al criterio de un tercero (el intérprete) la decisión sobre la existencia del contrato. Son las partes y sólo ellas las que legalmente pueden sacar fuera de sí mismas la voluntad interna por virtud de un acto específico, tan esencial al contrato como la voluntad interna, que es la declaración. De modo que para Savigny y, sobre todo, para Bonfante, es elemental que la voluntad contractual consiste, no solamente en querer obligarse, sino, además, en querer exteriorizar esa voluntad por medio de un acto ad hoc y efectivamente manifestarla.
Frente a la teoría negativa que se concretaría, como ya se ha dicho, en que nada se declara cuando se guarda silencio, se alza la teoría intermedia del tácito asentimiento o aquiescencia que encontramos en la STS de 14 de junio de 1963: el silencio puede ser considerado como una declaración de voluntad contractual cuando, dada una determinada relación entre dos personas, el modo corriente de proceder implica un deber de hablar, de manera que si el que puede y debe hablar no lo hace, se ha de reputar que consiente en aras de la buena fe. El silencio puede ser considerado una declaración de voluntad en todos aquellos casos en que la buena fe impone un deber positivo de manifestación de una repulsa.
Con acierto y determinismo Diez-Picazo considera que el problema del silencio, considerado como posible declaración de una voluntad contractual, no puede recibir una respuesta unívoca y general para todos los casos. La solución depende de la hipótesis concreta de la valoración que haya de atribuirse a las circunstancias del supuesto de hecho, de acuerdo con las exigencias de la buena fe y con el sentido objetivo que razonablemente tenga la conducta omisiva: 1. No será lícito que el oferente en un contrato establezca sin más que de no recibir contestación se considerará aceptada la oferta, el destinatario de la oferta no tiene ningún deber de declarar y, aunque no lo haga, no queda vinculado. 2. Podrá ser considerado como una tácita aceptación o como una tácita aquiescencia en todos aquellos casos en los cuales las exigencias de la buena fe y el sentido objetivo del comportamiento permitan esta conclusión. 3. Esta última conclusión se debe ponderar y adaptarse a las circunstancias del caso, a las relaciones de negocios habidas y continuadas entre las partes, cuáles eran los usos particulares y la valoración que le daban al silencio y cuáles son, dentro del mismo marco, los usos generales del tráfico en el ramo de negocio de que se trate.
La STS nº 507/2019, de 1 de octubre, sigue dicha línea, declarando que el silencio no puede ser considerado de modo genérico como una declaración, ya que habrá que atender a los hechos concretos para decidir si puede ser apreciado como una manifestación de la voluntad, bajo la siguiente motivación argumental: “Esta sala ha declarado que el conocimiento no equivale a consentimiento, así como que debe distinguirse el silencio con efectos de consentimiento del consentimiento tácito. Consentimiento tácito es el que deriva de actos concluyentes que, sin consistir en una expresa manifestación de voluntad, permiten reconocerla indubitadamente. Así, la sentencia 257/1986, de 28 de abril, indicó que: «[l]a declaración de voluntad generadora del negocio jurídico no es necesario que sea explícita y directa, pero es imprescindible que la tácita se derive de actos inequívocos que la revelen sin que quepa atribuirle otro significado, cuya valoración corresponde al arbitrio de los Tribunales según las circunstancias que concurran en cada caso.
El silencio no supone genéricamente una declaración, pues, aunque no puede ser indiferente para el Derecho, corresponde estar a los hechos concretos para decidir si cabe ser apreciado como consentimiento tácito, esto es, como manifestación de una determinada voluntad. De manera que el problema no está tanto en decidir si el silencio puede ser expresión de consentimiento, como en determinar en qué condiciones puede ser interpretado como tácita manifestación de ese consentimiento (sentencias 135/2012, de 29 febrero; 171/2013, de 6 marzo; y 540/2016, de 14 de septiembre).
Para que el silencio tenga relevancia a efectos de consentimiento, requiere la concurrencia de dos factores (sentencia 483/2004, de 9 de junio): uno, de carácter subjetivo, implica que el silente tenga conocimiento de los hechos que motivan la posibilidad de contestación; otro, de carácter objetivo, exige que el silente tenga obligación de contestar, o, cuando menos, fuera natural y normal que manifestase su disentimiento, si no quería aprobar los hechos o propuestas de la otra parte. Con carácter general, cuando en el marco de una relación jurídica preexistente una de las partes lleva a cabo un acto concreto que debería obtener una respuesta de la otra, bien aceptándolo bien rechazándolo, si esta última, pudiendo y debiendo manifestarse, guarda silencio, debe considerarse, en aras de la buena fe, que ha consentido (sentencias 842/2004, de 15 de julio; 799/2006, de 20 de julio; y 848/2010, de 27 de diciembre). En la sentencia 772/2009, de 7 de diciembre, con cita de otras muchas, declaramos que el silencio tiene la significación jurídica de consentimiento o de conformidad cuando se puede y debe hablar (qui siluit quum loqui et debuit et potuit consentire videtur) y hay obligación de responder cuando entre las partes existe una relación de negocios, así como cuando resulta lo normal y natural conforme a los usos generales del tráfico y la buena fe. Y es que, en tales supuestos, con la comunicación de la discrepancia, se evita que la otra parte pueda formarse una convicción equivocada, derivada del silencio del otro, con daño para su patrimonio. Máxime si, como ocurrió en el caso, después de que el comitente cambiara las condiciones de pago, el letrado siguiera realizando los servicios jurídicos para dicho principal.- En este caso, las partes mantenían relaciones profesionales desde hacía más de quince años, era habitual que hubiera reuniones y comunicaciones internas sobre la estrategia a seguir respecto de los procedimientos judiciales y su consiguiente repercusión en los honorarios a cobrar por los letrados, y no podía ignorarse un correo electrónico del jefe de la asesoría jurídica que establecía un nuevo sistema de facturación y cobro. Consta que el recurrente tuvo conocimiento de dicho correo, por lo que, si no lo contestó, era conforme a la buena fe contractual que la otra parte considerase que no se oponía al nuevo sistema, ya que lo lógico era, que se si oponía, lo hubiera manifestado expresamente mediante contestación al correo electrónico. Que el recurrente, pese a todo, siguiera facturando conforme a lo pactado anteriormente no quiere decir que no hubiera consentido tácitamente, sino que incumplió lo establecido. Entre otras cosas, porque una declaración expresa de disconformidad hubiera situado la relación en otro ámbito, puesto que la Caja podría haberse planteado mantener sus servicios en las antiguas condiciones o prescindir de ellos dada su falta de conformidad”.
La valoración de la buena fe será clave en la interpretación que deba darse al silencio para integrarlo en el consentimiento tácito o de aquiescencia, debiendo descenderse al caso concreto, a las relaciones precedentes, la valoración probatoria que determina los actos concluyentes- facta concludentia- que del comportamiento se obtienen.