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19/03/2024. 11:08:15

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El dilema de ser tolerante con los intolerantes

Profesor de Investigación del CSIC

Se lamentaba el Quijote: “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”. Parafraseándola se dice “la razón de la sinrazón que mi razón no comprende” y cabría aplicarla al asunto de la tolerancia.

Tolera el que se siente superior frente al tolerado; esa actitud no cabe en una sociedad democrática donde todos somos iguales y libres bajo el único imperio de la ley. Es mejor, por eso hablar de “respeto a la libertad”; ese es el concepto que subyace tras la palabra “tolerancia” entre los demócratas. Es sólo una cuestión semántica, pero respetar el significado de la palabra .hace más inequívoca su mensaje El respeto al que habla es total, otra cosa es el aprecio o el desprecio que merece lo que dice. Se censura o se burla lo dicho, pero respetando a la persona.

 En el Reglamento del Ateneo de Madrid he encontrado la mejor definición del derecho a la libertad de expresión: “este reglamento reconoce y ampara el derecho para emitir cualquier suerte de idea por radicales que sean u opuestas a las profesadas por los demás” (art. 13). Se respetó cuando fuera de él regía el Tribunal de la Inquisición. Bien es verdad que fue cerrado, aunque no por eso, Fernando VII “toleraba que se dijera”, lo que no toleraba es que se pretendiera convertir en realidad lo que se decía.  El atropello de Franco fue menor: se conformó con secuestrarlo. El de ahora ¿es menor?, el presidente se conforma con violarlo.

Si alguien dice algo, los demás, con igual derecho, pueden opinar lo contrario con el único límite de la buena educación y el respeto a quien lo dice declarando irracional lo que el otro cree, ¡ni aunque crea que su dios lo dijo. Es parte de su intimidad protegida por el art. 16.2 CE78: “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Quien hace públicas sus creencias renuncia tácitamente a esa protección de la intimidad; su exposición, no digamos sus apología, es una tácita invitación a la crítica.

Es “creyente” quien afirma que es falso lo que admite prueba lógica: dos más dos son cuatro, o una verificación experimental: Nueva Zelanda existe. Ambas afirmaciones no se creen; se saben. La convivencia racional se basa en el pacto de libertad de expresión protegido por las leyes. La gente racional no prohíbe ninguna creencia sobre este mundo u otro imaginario. Todo el mundo que quiera puede decir que cree que la tierra es plana, o que tras la muerte irá a otro mundo lleno de ángeles o de huríes, virginales o no, o que nos reencarnamos en feos gusanos o hermosas gacelas según nos hayamos portado de mal o bien en la vida previa. A los demás esas opiniones nos pueden dar risa o pena y tenemos el mismo derecho que ellos a manifestarlo.

La expresión inglesa “my home is my castle” revela nuestro acuerdo en crear una total soberanía dentro de ese limitado espacio de nuestro domicilio. En él podemos “dictar” normas de convivencia para acceder a ese espacio que queramos, y hasta podremos “tolerar” o no su el acceso a él a quien incumpla esas normas.

La pregunta “¿estamos obligados a ser tolerantes con los intolerantes?” tiene la misma respuesta que la de “¿estamos obligados a no asesinar a los asesinos? En los países democráticos la respuesta es SI. Inequívocamente SI. Algunos ven en esa respuesta una “debilidad”; otros la vemos como una “fortaleza”. Nos protege, previo “juicio justo”, del error de la sanción errónea confiando en la prometida “tutela judicial efectiva” (art. 24.1 CE78), eso sí que es una creencia; creer en ella nos hace vivir tranquilos esperando encontrarla cuando la necesitemos.

Al primitivo derecho a sancionar sólo los delitos cometidos dentro de nuestro ámbito geográfico, la movilidad del delincuente en esta “aldea global”, en feliz expresión de McLuhan, ha promovido acuerdos entre países que obligan a entregar a lo acusados de cometer delitos al país donde los cometió para ser juzgados. Más reciente es la declaración de que ciertos delitos de lesa humanidad permiten sancionar a cualquier ciudadano que los hayan cometido, dentro o fuera de su país. No siempre es efectiva, pero en el peor de los casos quedan marcados ante la opinión pública; su cárcel, sin duda amplia, es el mundo fuera de nuestro país.

A esa universalidad de derechos se ha sumado otro, las víctimas de delitos “políticos de prohibición de la libertad de expresión” tienen derecho a ser acogidas en nuestros países y otro más, aunque solo “moral”, a las víctimas de riesgo para su vida por razones de violencia elevada en sus países, haya o no guerra en ellos, o por hambre o riesgos de abusos. Por desgracia, este derecho se suele reducir al de la supervivencia alimentaria en “campos de concentración de refugiados” en condiciones casi infrahumanas, privados de todo derecho al desarrollo como un ser humano libre. Es una neo-esclavitud que no exige trabajar para ser mantenidos. Es inmunda; su disculpa es indecente, pero “menos da una piedra” aunque con ello revelamos la naturaleza pétrea de nuestro corazón.

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