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28/03/2024. 17:53:45

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Normación de la Corona y límites del Derecho

Doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

La oportunidad o no de desarrollar normativamente los diez artículos que el Título II de la Constitución dedica a la Corona, es un debate jurídico tan antiguo como la propia Carta Magna de 1978 que, sin embargo, hogaño, ha trascendido el marco puramente académico para instalarse en la sociedad de la mano de su interesada invocación como argumento partidista en la discusión política, al socaire de la delimitación de lo que «puede y no puede hacer el Rey», y en aras de garantizar «una mayor transparencia» en la institución monárquica.

Más allá de las dificultades estrictamente técnicas en torno a la idoneidad del desarrollo unitario de un Título, el II, acentuadamente heterogéneo y disímil en cuanto a las necesidades de despliegue; de las incertidumbres jurídicas que ofrece el instrumento legislativo orgánico para su implementación o, sin ánimo de exhaustividad, del inane desarrollo normativo de algunas de las funciones del Jefe del Estado, bien porque son de inequívoca aplicación directa, bien porque la costumbre y los usos ya las han ahormado democráticamente, lo cierto es que el debate en torno a la «perentoria» normativización monárquica, parte de una premisa que vicia todo la discusión ulterior al no discriminarse adecuadamente elementos argumentativos que resultan incompatibles, en particular, cuando se entrevera el principio democrático o político con el principio jurídico en este ámbito.

En este sentido, el Profesor Aragón Reyes nos ha explicado con extraordinaria fineza que el mero Derecho no sólo no alcanza a explicar la Corona, sino que tampoco debería pretenderlo, pues ese vacío se completa o colma con la ejemplaridad y la auctoritas del monarca.  No menos clarividente es el Profesor Cazorla Prieto cuando advierte frente a la tentación de positivar indiscriminadamente la institución en su conjunto, resultando, por el contrario, mucho más adecuado el empleo de los usos y costumbres, ejemplificándolo a través del refrendo, un instrumento más discreto, moldeable y facilitador que la rigidez de la norma escrita.

 Y es que el tuétano conceptual de este debate radica en el sutil engarce democrático de nuestra monarquía parlamentaria.

El constitucionalismo histórico español nunca tuvo a bien calificar la naturaleza de la forma monárquica de gobierno, indicando únicamente la Constitución de 1812 que «El Gobierno de la Nación española es una monarquía moderada hereditaria» (art. 14) y limitándose, la de 1869, a declarar que «La forma de Gobierno de la Nación española es la Monarquía» (art. 33).

Por lo que respecta a las monarquías parlamentarias europeas contemporáneas y en el marco del proceso de racionalización de la forma parlamentaria de gobierno, Dinamarca optó por definir como «monarquía constitucional» su forma de gobierno (art. 2); Suecia indica que su democracia «se ejerce mediante un régimen de gobierno representativo y parlamentario», mientras que en Noruega se sigue manteniendo la fórmula decimonónica y gaditana de que «La forma de gobierno es una monarquía limitada y hereditaria» (art. 1).

 En la elaboración de nuestro primer precepto constitucional, merece destacarse que el Anteproyecto de Constitución recogió la versión vigente, no sufriendo modificación alguna durante su tramitación. No obstante, la materia fue objeto de un doble tipo de controversia: una de naturaleza política, de aceptación o rechazo de la monarquía; y otra técnico-jurídica, sobre la fórmula utilizada. Con respecto a esta última, el debategiró en torno al uso del sintagma «forma política» en lugar de «forma de gobierno», y, sobre todo, a los intentos de sustitución de la «monarquía parlamentaria» por «monarquía constitucional» (enmiendas 36, 455 y 76 de los Diputados Gómez de las  Roces, Morodo y Gastón), o «monarquía constitucional y parlamentaria»  (enmiendas 128, 227 y 319,  de los Senadores Cela, Marías y Sánchez Agesta), o monarquía a secas (propuesto por la 691 del Diputado López Rodó y la 596 del Senador Ollero, ésta última proponía alternativamente otras expresiones). El argumento más generalizado fue que, en un Estado democrático, la monarquía sólo podía ser parlamentaria (véase por todas, la intervención del Senador Ollero).

En lo referente a la discusión política, de especial interés para sostener las conclusiones de estas líneas, recuérdese que en el Congreso, únicamente dos diputados presentaron enmiendas de rechazo a la monarquía,  Letamendía -de supresión del apartado (la 64)- y Barrera (la 240), que propugnaba una República democrática y parlamentaria (no sin reconocer, en la justificación de esta enmienda, «el sincero y profundo respeto por el Rey, por el innegable y abnegado servicio que presta a España en este momento histórico tan difícil»).

Mayor trascendencia política tuvo, sin embargo, el voto particular del Grupo Socialista en la Comisión Constitucional del Congreso, en defensa de la República como forma de gobierno. En un largo discurso leído por Gómez Llorente, se recordó el pasado histórico del PSOE, concluyendo que, no obstante, aceptarían el acuerdo mayoritario del Parlamento constituyente y no cuestionarían el conjunto de la Constitución por este motivo.  De hecho, el Grupo Socialista se abstuvo en la votación de este apartado, votando sin embargo a favor del Título II en su conjunto. El voto particular socialista dio lugar a otros de defensa de la forma monárquica, destacándose la postura adoptada por el Partido Comunista, de aceptación de la monarquía, «por el papel desempeñado por el Rey Juan Carlos» y «porque para nosotros lo decisivo es la democracia» (Santiago Carrillo).

El apartado tercero del artículo 1 se aprobó en el Congreso por 196 votos a favor, 9 en contra y 115 abstenciones. En el Senado, únicamente Bandrés y Xirinacs presentaron enmiendas contrarias a la monarquía (295 y 443, respectivamente), siendo finalmente votado en el Pleno conjuntamente con el anterior, alcanzando 176 votos a favor, 3 en contra y 12 abstenciones.

Pues bien, retomando el lábil engarce democrático de nuestra monarquía parlamentaria que anunciábamos hace unos párrafos, y a la vista del anfractuoso y sin embargo, consensuado proceso constituyente descrito más arriba, debe insistirse en que la monarquía parlamentaria como forma política del Estado no pertenece a la «democracia de las mayorías», sino a la «democracia constituyente o de consenso», como acaba de recordarse, por lo que, en consecuencia, la solución a las carencias constitucionales de la Corona no la puede dispensar el Derecho, exclusivamente, merced a una Ley de la Corona como panacea universal de las incompleteces monárquicas, si no va acompañada de una amplia aquiescencia social cuyo origen en modo alguno puede encontrarse en lo jurídico, y menos aún, en la actividad legiferante sedicentemente omnicomprensiva. El presidente del Congreso de los diputados, Gregorio Peces-Barba, en la apertura solemne de la II legislatura, sintetizó admirablemente esta esencia metajurídica de la monarquía parlamentaria preambular: «En el ámbito de una Monarquía parlamentaria, como la de nuestro país, da lo mismo decir viva el Rey, que viva la Constitución o viva España».

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