Como resultado de un sistema político atomizado y más bien polarizado, tras las elecciones municipales, autonómicas, generales (e incluso, las europeas), nos hemos encontrado con un escenario de pactos políticos. Esto no es nada nuevo ni, desde luego, negativo, salvo los dos o tres meses que llevamos oyendo hablar de pactos con resultados exiguos y la posibilidad de que los votos en dos de estas elecciones (generales y europeas) tengan un valor nulo por su repetición o la política de Estados. Sin embargo, lo que sí que ha sido novedoso y sorprendente es la aparición de una figura que, como tal, no conocíamos en la política reciente europea: pactos secretos de gobierno.
Para aquellos que no estén en antecedentes, el Partido Popular de Madrid y Vox llegaron a un acuerdo para que el segundo apoyara al candidato del primero en la investidura para el Ayuntamiento de Madrid. Sin embargo, lo inusual de este acuerdo es que es un acuerdo declarado por sus firmantes como secreto. Tanto es así, que hasta que por un conflicto entre las partes que provocó la publicación por parte de uno de ellos, un acuerdo que iba a tener impacto en las instituciones públicas de la capital de España era desconocido para el electorado.
La verdad es que la inventiva y la realidad superan con mucho la ficción. La Ley de Transparencia y Buen Gobierno obliga en buena lógica a publicar el programa de gobierno (de hecho, este se debería publicar en la investidura del alcalde). Por otro lado, la misma ley obliga a los partidos políticos a publicar todo lo referente a sus normas de funcionamiento interno. Pero lo que la ley no prevé, porque era difícil suponer que esto pasara, es que tenga que obligar a publicar los acuerdos de comportamiento interno entre dos partidos que tendrán impacto en la política de gobierno. Es decir, este acuerdo secreto ha encontrado un insólito hueco en la Ley de Transparencia. Por otro lado, pese a que este acuerdo está publicado, no sabemos si lo que se ha publicado es la integridad o si tiene algún tipo de clausula añadida que podamos desconocer porque es secreto y, puestos a publicar, se publica lo que se quiere.
En otro ámbito de la ciencia política, las Relaciones Internacionales, los acuerdos secretos están formalmente prohibidos. Para llegar a este punto tuvimos que sufrir una primera guerra mundial donde esta manera de llegar a acuerdos entre estados tan propia de finales del siglo XIX y potenciada por Bismarck, acabó generando estructuras secretas de guerra tan enmarañadas que un atentado acabó arrastrando a la práctica totalidad de europa a la destrucción mutua. Es decir, el riesgo de los acuerdos secretos no es tanto el secreto como la incapacidad de prever las consecuencias que puede generar un acto dado que desconoces lo que puede ocurrir. Si, por ejemplo, hay un acuerdo secreto para potenciar la transformación de viviendas de alquiler protegido a viviendas gestionadas por fondos de capital inmobiliario, miles de personas podrían estar optando a un servicio que tiene fecha de caducidad sin saberlo. Pues bien, esto puede pasar si, en lugar de poner ese acuerdo en un programa de gobierno, lo ponemos en un acuerdo secreto entre dos partidos.
¿Qué es lo que nos ha llevado a este punto? Pues realmente una manera de hacer las leyes que hace que estas vayan mucho más despacio de lo que ocurren las cosas en la actualidad. La Ley de Transparencia, como la mayoría de las leyes a nivel nacional optan por un mecanismo muy explícito y detallado de lo que se tiene que publicar. Sin embargo, no puede, por pura lógica, detallar que se tiene que publicar algo que cuando se hizo la ley no existe. He aquí el problema: en la medida en la que la ley es ampliamente detallada en su redacción, es especialmente complicado añadir elementos nuevos si no se prevén en esta. Es un problema que abarca cuestiones como la contratación pública, la tecnología en general o, como vemos, la ley de transparencia.
¿Qué podemos hacer? Pues bien, creo que nos encontramos ante dos escenarios. En el primero a enmendar la ley de manera reactiva conforme aparecen nuevos elementos, sean acuerdos secretos o softwares. Esto sería un modelo más familiarizado con lo que hacemos. El problema es que si llevamos tres meses para no llegar a acuerdos de gobierno, no sé qué podemos esperar a la hora de modificar leyes, pero creo que nada ágil. La segunda opción creo que es la que han tomado las instituciones comunitarias europeas tanto en el caso del RGPD como de la Directiva de Accesibilidad Pública: fijar los criterios de aplicación de la norma tanto en la naturaleza de los sujetos como en la finalidad del objeto, más allá del detalle concreto en el que se plasme. Es decir, si es un acuerdo que implica a sujetos sometidos a la Ley de Transparencia (partidos) y al objeto de la Ley de Transparencia (el gobierno) la forma que tome el acuerdo es irrelevante.
Evidentemente esto puede suponer un aumento de conflictividad jurídica, pero me temo que es la única manera viable de abordar de manera más o menos ágil cambios en un entorno tan dinámico. Quede claro que no soy ni un poquito jurista, pero si que me dedico más o menos al mundo tecnológico y sé que es más fácil, si es económico, encontrar el subterfugio que te permite hacer algo a buscar la manera correcta de conseguir lo que te propones y aceptar que hay cosas que no vas a poder hacer.
En resumen, podemos decir que, en este mundo, que se parece cada vez más a las películas de colonos del oeste donde nos encontramos situaciones a las que no habíamos llegado antes, o tenemos claros los principios por los que tenemos que funcionar, o tendremos que ir buscando al sheriff cada vez que encontremos una nueva pradera para llevar el ganado a pastar.