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29/03/2024. 13:10:09

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Pequeñas maldiciones de la contratación electrónica

Supongamos: acabo de descargar un programa aplicativo legalmente desde la página web de su autor/programador, o bien de un distribuidor autorizado. He consultado con atención las características operativas del programa, he verificado que sus requisitos técnicos concuerdan con el equipo en que pretendo instalarlo, he suministrado mis datos para poder proceder a la descarga y proporcionado el número de mi tarjeta de crédito para abonar el precio fijado. La descarga se ejecuta con éxito y, de ese modo, dispongo ya en mi unidad de memoria de una copia autorizada y legítima del software que deseo.

Pequeñas maldiciones de la contratación electrónica

Sin embargo, cuando procedo a ejecutar el programa de instalación, y tras haber seguido los pasos iniciales, me encuentro con un acuerdo de licencia que contiene -supongamos- determinadas exigencias que no puedo o no debo cumplir (cuestiones de privacidad, limitación de equipos en red…). La única opción que, como usuario, me otorga el programa que he adquirido, es la de "aceptar" o "cancelar" ese acuerdo de licencia. Y puesto que no puedo -o no debo- proceder a su aceptación, "cancelo" y rechazo de esta manera las imposiciones del acuerdo controvertido. A partir de ese instante, me encuentro con que el programa de instalación se detiene, con lo que llegamos a una situación en la que se ha consumado una transacción económica por la instalación y uso de un servicio que, finalmente, no voy a disfrutar.

Desde luego, lo que la teoría nos dice es que podría (o debería poder) reclamar la devolución del precio que he abonado. Lo que la práctica replica, en cambio, es diferente: el programador o distribuidor autorizado puede estar físicamente a miles de kilómetros, su empresa puede estar ejecutando cientos de descargas comerciales al mismo tiempo y, con ello, la posibilidad de que alguien vaya a atender mi reclamación se reduce hasta lo insignificante. Aun si lograra establecer contacto con un agente de la empresa con que he contratado la descarga, y aun si este resultara ser humano y además hablara mi idioma, voy a encontrarme con una rotunda negativa: la transacción se ha consumado, y mi objeción al cumplimiento de los términos de licencia es algo que sólo a mi atañe. No puedo demostrar que la eventual devolución del precio vaya a ir acompañada de una honrada eliminación del programa descargado de mi disco duro…aun y cuando la empresa contratante haya deslizado un pequeño agente espía (bot, bug, troyano) en la maraña de ceros y unos que he descargado, y este no diera señales de vida, sigo bajo sospecha: nada acredita que yo no haya hecho copias del software descargado, trasladándolas a otro equipo.

De forma que repaso los términos del acuerdo de licencia y pondero durante un instante la gravedad de ese pacto de sumisión que remite, para cualquier controversia jurídica, a un remoto juzgado de Oklahoma. Lo coloco en el otro lado de la balanza en que se columpian la abusiva reutilización de mis datos personales con fines comerciales, mi ingreso -quiera o no quiera- en una selecta base de datos que proveerá de spam mi buzón durante años o la sorpresiva caducidad de algunas funciones del programa adquirido transcurridos apenas unos meses y me quedo mirando fijamente al monitor…

…Porque es terminantemente inútil que trate de dirigir un correo electrónico a la empresa con que he contratado sugiriendo que la noción de consentimiento contractual no es algo que pueda tomarse a broma, ni siquiera ante un juzgado de Oklahoma. Inútil que sugiera que mi pleno conocimiento sobre los términos de uso del programa haya quedado aviesamente diferido al momento en que ya he pagado el precio exigido y, con él, mi posibilidad real de consentir la contratación de un servicio cuyo verdadero contenido me fue ocultado. Inútil, por fin, que aduzca cualquier argumento sobre los contratos de adhesión. Y es que las categorías jurídicas, a veces, parecen tristemente envejecidas e ineficaces en la selva electrónica.

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