El autor reflexiona y propone la creación de una nueva institución mundial, denominada Humanidad Unida. Naciones Unidas debe disolverse, como lo hiciera la Sociedad de Naciones en 1946. Tiene que desaparecer, cediendo sus derechos a esta nueva organización mundial. Ésta colmará el deseo permanente de la Humanidad de formar una comunidad global jurídicamente organizada, resolviendo con un ethos y una metodología democrática aquellos problemas que nos atañen a todos.
Como las personas, las instituciones también envejecen. Incluso enferman y mueren. Esto está sucediendo con Naciones Unidas, especialmente desde la hecatombe del 11-S. La ONU no es la institución global que dará respuesta a los retos del tercer milenio, ya que, a duras penas, logró lidiar con las calamidades del siglo pasado.
Graves problemas se ciernen sobre la estructura de la ONU. Su marcado carácter estatalista y el gobierno colegiado de unas cuantas potencias que la controlan e inmovilizan desde su Consejo de Seguridad, han transformado la gran esperanza de la paz en un elefante blanco que, desanimado, contempla cómo otros actores, estos sí poderosos, se reparten la tierra sin invitarla al festín.
Concebida bajo el estigma soberanista, la ONU se ha convertido en una organización de intereses contrapuestos, egoístas, pequeños, que nada tienen que ver con su anhelo fundacional de universalismo y solidaridad. Rusia y los Estados Unidos ya no dirimen sus conflictos en los pasillos de su sede neoyorkina. Otros foros adquieren mayor relevancia, al compás de los vaivenes del poder. La Carta de la ONU fue, sin duda, su mayor logro, pero por desgracia, en no pocas ocasiones, se ha devenido en letra muerta, en una exquisita muestra del lirismo humano sin asidero en el mundo real.
Aún existe, ¡cómo no!, una corriente reformista, en gran medida académica, que todavía cree en las bondades del sistema de las Naciones Unidas. Sin embargo, es mayor el grupo de sus detractores, que no cesan en denunciar sus carencias y errores. Incluso los mass media reflejan esta crisis que amenaza convertirse en una patología endémica, atroz e insoluble. Me viene a la memoria la película Disparando a perros, que muestra con crudeza descarnada la cómplice apatía de los cascos azules ante el salvaje genocidio de Ruanda. Y así, hay ejemplos para todos los gustos.
Naciones Unidas debe disolverse, como lo hiciera la Sociedad de Naciones en 1946. Tiene que desaparecer, cediendo sus derechos a una nueva organización mundial. Ésta colmará el deseo permanente de la Humanidad de formar una comunidad global jurídicamente organizada, resolviendo con un ethos y una metodología democrática aquellos problemas que nos atañen a todos. No ha sido posible, pese a innumerables esfuerzos, fundar la convivencia global en las ruinas de los campos de guerra europeos, o en los escombros de una rendición incondicional tras un bombardeo atómico feroz. No hubo consenso en aquella gesta. Existió, eso sí, miedo, mucho miedo. Temor visceral a fracasar como raza, como humanidad. Pero no la voluntad de construir, juntos, un mundo mejor, en el que la guerra y la paz dependan de un ente autónomo, ajeno a la caprichosa voluntad o al desdén de las potencias.
Humanidad Unida sería, en mi opinión, el nombre más apropiado para la institución que ha de suceder a la ONU, tarde o temprano. Las Naciones Unidas, último eslabón del derecho internacional moderno, no han logrado superar el corsé estatal ni las fronteras estrechas de la soberanía. Ahora, transcurridas seis décadas, urge superar la vieja concepción de una "sociedad de Estados" por la novísima de universitas personarum, esto es, por una auténtica "comunidad global", compuesta por la Humanidad en su conjunto, estructurada de mil formas y modos diferentes, reflejando, por supuesto, la riqueza de la vida diaria. Sobre esta nueva Humanidad Unida, como recio rodrigón, ha de construirse un novum ius totius orbis, el Derecho Global.
Concretemos un poco estas ideas. Humanidad Unida ha de reconocer, en primer término, el status quo. Por eso, de ella formarán parte los Estados y Naciones actualmente existentes. A ellos habrá que unir nuevas comunidades de todo tipo, propias del nuevo paradigma global, entres públicos y privados, que como miembros de pleno derecho, habrán de tener voz y voto en esta nueva institución. Estos nuevos actores se reunirán en un Parlamento Global, que a diferencia de la actual Asamblea General de la ONU, podrá emitir disposiciones jurídicas vinculantes, de eficacia directa e inmediata para los nuevos sujetos de Derecho global, es decir, para aquellas personas y grupos que lo hubieran aceptado como propio.
En el nuevo Parlamento Global, cada Estado contaría con un voto en calidad de miembro, más un voto por cada 20 millones de habitantes que represente -cifra discutible, por supuesto-, no pudiendo superar en ningún caso los 25 escaños. Este límite parece a todas luces necesario, pues, de no existir, quedaría descompensado el Parlamento a favor de China e India, que unidas suman 2.300 millones de habitantes. Estos dos macro países contarían, por tanto, con un máximo de 25 representantes cada uno, en virtud del límite establecido.
A su vez, cada ciudadano global, es decir, cada persona que hubiere aceptado la carta de globalidad -de la que hablaré en otro momento- tendría derecho a votar a favor de una institución global con el fin de que ésta obtenga representación si logra 20 millones de votos. Así, una institución para la protección del medio ambiente podría contar con 2 representantes si logra 40 millones de votos en todo el mundo, y otra para erradicar el hambre con 40 delegados ya que consiguió 800 millones de votos, etc. Por tanto, cada ciudadano global se vería representado por su propio Estado y también por aquella institución a la que hubiera otorgado su voto. De esta manera, serán los mismos ciudadanos globales quienes indirectamente acabarán decidiendo sobre los verdaderos problemas que afectan a la Humanidad, priorizando sus objetivos en razón de los votos y las instituciones especializadas que ellos decidan.
Un Tribunal independiente tendría que controlar judicialmente las disposiciones del Parlamento Global, para que éstas no contravengan la Carta Magna de Humanidad Unida (Carta Global o Carta Magna Global). Este Parlamento Global será un foro sui generis, ya que su función no se agotará en el rubro legislativo. Se encargará, además, de crear órganos de deliberación, ejecución y control, distribuyendo funciones y competencias entre ellos.
De Humanidad Unida, también, nacerían organismos competentes en el control mundial de armamentos, en la política de desarme, en la lucha contra el hambre, en la solución pacífica de controversias globales. No quedarían de lado los nuevos problemas del milenio: el terrorismo mundial, la protección del medio ambiente, la lucha contra la pobreza y la cooperación internacional. En todo caso, es fundamental la aplicación del principio de subsidiariedad, que fijaría escrupulosamente el nivel competencial. El modus procedendi será siempre el mismo: la necesidad de resolver un problema mundial debe ser constatada como tal por el Parlamento Global, a quien corresponde crear el órgano adecuado y dotarlo de las competencias materiales pertinentes, así como de los instrumentos para que sus decisiones lleguen a ser eficaces.
Como es obvio, podríamos extendernos descendiendo a cuestiones prácticas de organización y funcionamiento de esta futura Humanidad Unida, pero creo que un excesivo detallismo en la fase de construcción del Derecho global sería perjudicial para la propia categorización del concepto. Los mimbres han quedado al descubierto: urge una ciudadanía global, representada en una institución denominada Humanidad Unida, apoyada en un Parlamento Global, cuyas decisiones, enraizadas en una norma de reconocimiento y limitadas materialmente, han de ser jurídicamente vinculantes y judicialmente controlables. Se trata, en definitiva, de tomar lo mucho y bueno de los ordenamientos nacionales sin hacer de la Tierra un Superestado mundial: Global rule of law, sí; Estado de Derecho mundial, no. Apostemos, pues, por un derecho posible, que no se agote en utopías y ucronías, y que busque, ante todo, hacer de la norma justicia de cada instante y no poesía de la eternidad.