Recientemente se ha planteado la necesidad de modificar la Ley Orgánica de libertad religiosa de 5 de julio de 1980, según palabras de la Sra. Vicepresidenta del Gobierno, para adaptarla al pluralismo religioso de la actual sociedad española. La propuesta de reforma, se nos sugiere, se sustentará en dos pilares: la igualdad efectiva entre las diversas religiones y la separación total entre el Estado y las confesiones religiosas, entiéndase la Iglesia Católica, para profundizar en la laicidad del Estado.
Sin duda, se trata de una tarea difícil y no exenta de afirmaciones que frecuentemente se repiten con carácter de axiomas de los que, en mi opinión, una futura regulación de la libertad religiosa debería de huir. A algunos de estos tópicos me voy a referir, dejando al margen otras consideraciones socio-jurídicas que, aparentemente, pudieran tener mayor trascendencia.
Nuestra Constitución establece en el art.16.3: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal". Se trata de un principio básico en la vertebración por el constituyente de la libertad religiosa y del pluralismo religioso en nuestro país pero, de ordinario, se presenta como una conditio sine qua non para predicar el carácter democrático de una sociedad, supuesto que, al margen de su efectiva o no esencialidad en nuestro sistema constitucional, la realidad no siempre responde a esta premisa en el Derecho comparado. Los ejemplos, sin ser numerosos, existen: las Iglesias de Estado (algunos países nórdicos, el Reino Unido), y países de carácter pluriconfesional como la República Federal Alemana. Parece claro que nadie dudaría del carácter democrático de estos países.
Otro de las tópicos en los que a menudo se insiste es el de la laicidad como auténtico principio jurídico marco del ejercicio de la libertad religiosa de los ciudadanos y del desenvolvimiento de la actividad proselitista y de culto de las confesiones religiosas, de tal modo que resultaría ser más importante el marco, la laicidad, que el mismo derecho a la libertad religiosa. La laicidad es, sin duda, el marco idóneo elegido por el constituyente pero en modo alguno puede ser prevalente a la libertad religiosa, toda vez que la dignidad de la persona, los derechos y libertades que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad son fundamento del orden jurídico y de la paz social (art.10.1 CE), y no el principio de laicidad. Además, no debemos olvidar que la laicidad se articula de forma muy diferente en cada uno de los Estados y, en modo alguno, supone rechazo o arrinconamiento del factor religioso. Así, sorprendería saber como Francia, modelo de laicidad, remunera a los misioneros de las diferentes Iglesias cristianas por considerarles en cierto modo embajadores de la cultura francesa en los lugares, pueblos y sociedades en que ejercen su ministerio religioso.
También, con frecuencia, se afirma que la pretendida laicidad de la Constitución exigiría que las manifestaciones y creencias religiosas carezcan de presencia en la vida pública quedando relegadas al ámbito exclusivamente privado. Evidentemente, la libertad religiosa por su propia índole exige una proyección pública y, en consecuencia, cualquier intento de limitar la presencia de lo religioso en la esfera social supondría un desconocimiento del pluralismo religioso que, como es sabido, es un valor protegido por el constituyente (art.1. CE).
La igualdad religiosa significaría tratar a todas las confesiones religiosas por igual e inclusive ayudar a las confesiones religiosas que se encuentran en una situación de desventaja eliminando las desigualdades que existen a favor de la Iglesia Católica. Pero la cuestión es a qué desigualdades nos referimos y respecto a qué confesiones. Desde luego, no parecería lógico que recibieran el mismo trato una confesión religiosa con notorio arraigo que otra con una presencia meramente marginal; sin embargo, también es claro, se alude a los privilegios que ostenta la Iglesia Católica en relación con otras confesiones. Si bien es claro que la Constitución menciona a la Iglesia Católica expresamente por su importancia presencia social e histórica; sin embargo, también es claro que la situación de las Confesiones que han firmado Acuerdos (los evangélicos, judíos y musulmanes), como consecuencia del principio constitucional de cooperación, gozan de un estatus, asimilable a la Iglesia católica, porque los Acuerdos de cooperación responden a las especificidades de conciencia propias de las diferentes confesiones. Ni tan poco, en puridad jurídica, debería ser considerada una discriminación el que los Acuerdos con la Santa Sede de 3 de enero 1979 revistan la forma de tratado internacional, lo que es debido al carácter de sujeto de derecho internacional que ostenta la Santa Sede mientras que las demás confesiones carecen de verdadera estructura orgánica con relevancia jurídica en cuanto tales comunidades religiosas, por eso debieron federarse para poder firmas acuerdos.
En definitiva, se tratará de una reforma de la libertad religiosa dificultosa tanto desde el punto de vista técnico-legislativo como desde el punto de vista social.