Lejos de apaciguarse, el debate sobre la pena de muerte continúa siendo frenético en el cosmos estadounidense. Esta vez el dilema se ha avivado con la sentencia del caso Kennedy vs. Louisiana. El tema no podía ser más escabroso. La apelación fue presentada por un sujeto sentenciado en Luisiana por la violación de una niña de 8 años de edad. Los magistrados decidieron que ese tipo de actos no merecen la ejecución de su autor. ¿Triunfo de los derechos humanos o ingenua generalización judicial?
Uno de los puntos más controversiales del "excepcionalismo" jurídico americano es lo relacionado con la pena de muerte. Estados Unidos es una de las pocas democracias liberales donde todavía se permite a los jueces decidir sobre la vida de otra persona. Es el único rubro donde el gigante democrático comparte puesto con dictaduras autocráticas como China o Arabia Saudita. Lejos de apaciguarse, el debate sobre "el derecho a matar" continúa siendo frenético en el cosmos estadounidense. Esta vez el dilema se ha avivado con la sentencia del caso Kennedy vs. Louisiana. En dicho dictamen una mayoría de cinco magistrados del Tribunal Supremo ha señalado que la pena capital constituye un castigo desproporcionado para los culpables de violar a infantes.
El tema no podía ser más escabroso para los magistrados del Supremo. La apelación fue presentada por Patrick Kennedy, sujeto sentenciado, en 2003, por la violación de su hijastra de 8 años. Para la mayoría del Tribunal, amparándose en una amplia jurisprudencia, no es "proporcional" condenar a muerte a un individuo culpable de violar a un menor de edad. Ello en virtud de que la octava enmienda de la Constitución proscribe categóricamente cualquier castigo "cruel e inusual". Anthony Kennedy, vocero de la mayoría, señaló tajantemente que existe un "consenso nacional" sobre el hecho de que la pena capital sólo es aceptable cuando es impuesta como castigo por matar a otra persona. Y es que, como apuntó Kennedy, en Estados Unidos han pasado 44 años sin que nadie haya sido ejecutado por un crimen de violación.
La respuesta de la disidencia fue feroz. El magistrado Samuel Alito, voz cantante de la bancada minoritaria, criticó duramente el argumento de la mayoría por su simpleza: no es posible decir, sin más, que la intención de matar es siempre moralmente más repudiable que la de abusar sexualmente de un niño. Más aún-apuntó Alito-, difícilmente se puede hablar de un consenso nacional de rechazo a esta práctica cuando, a partir de la reforma del sistema penal de Luisiana, en 1995, otros cinco estado establecieron la pena de muerte como castigo por abuso sexual de menores de 12 años. Eso sí, siempre que existieren circunstancia agravantes o reincidencia en dicha conducta delictiva. ¿Hace más daño a la sociedad una persona que abusa repetida y sistemáticamente de niños, con todas las nefastas secuelas que esto ocasiona en su futuro, que un sujeto que quita la vida a otra persona? He ahí el difícil dilema, una cuestión que no acepta posturas prefabricadas ni meras generalizaciones.
No es posible comprender la situación de este debate sin antes asumir la magnitud del fenómeno federal en el ámbito jurídico. En Estados Unidos existe un respeto sepulcral por la autonomía legal de los Estados, particularmente en lo que respecta a la elección sobre cómo castigar a los delincuentes. Cuando el Supremo revisa la validez de sentencias de tribunales estatales en temas tan delicados como la pena capital, está inevitablemente inmiscuyéndose en un asunto que afecta muchas sensibilidades a nivel local -particularmente en los feudos tradicionalistas-. Los habitantes de los Estados no quieren que ningún funcionario, a kilómetros de distancia, desde la comodidad de sus sillones en Washington, les diga cómo deben enfrentar a los criminales que acechan su comunidad. La federación se juega su legitimidad social cada vez que se aventura a invalidar una condena a muerte.
Algo hay de sorpresivo esta vez. Los magistrados no han contentado a ninguno de los bandos ideológicos. El candidato demócrata, Barack Obama, señaló que "la violación de un niño pequeño es un crimen espantoso, y si un estado decide que, bajo unas circunstancias bien delimitadas y estrechas, la pena de muerte es al menos potencialmente aplicable, eso no viola nuestra Constitución". El astuto hawaiano sabe muy bien el repudio generalizado de la sociedad por actos como este -incluso en los bloques progresistas-, y no está dispuesto a perder ni un voto contrariando ese sentimiento público. Por su parte, la reacción de rechazo a este dictamen entre las filas republicanas -celosos guardianes de la soberanía de los estados y, particularmente, de la pena de muerte como medida legítima de control social- era más que predecible.
Es muy complicado despejar la mente para realizar frías valoraciones jurídicas cuando se trata de un asunto tan emocional. La objetividad es particularmente esquiva frente a un crimen de estas magnitudes, hablar de imparcial resulta quimérico. Para mal o para bien, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha demostrado una vez más su impronta institucional. Sólo días han pasado desde que derrumbara los cimientos de la política anti-terrorista del clan neoconservador con la sentencia que declaró que los presos en Guantánamo tenían el derecho impugnar sus detenciones ante la justicia americana. Como entonces, en esta ocasión volvió a ser el juez Kennedy, el swing voter, de quien dependió que la balanza ideológica se incline a la izquierda.
Este histórico fallo quizá sea el aviso de que el camino jurisprudencial hacia el fin de la pena de muerte en Estados Unidos ha comenzado, tal como vaticinó hace poco, en la sentencia Medellín v. Texas, el juez supremo John Paul Stevens. Aunque lo cierto es que el desenlace de esa profecía dependerá, en gran medida, de la bandera política que se plante en la Casa Blanca luego de las próximas elecciones. La ancianidad de algunos miembros de alto tribunal hacer prever que el próximo mandatario se verá obligado a nominar un nuevo justice. Dado el precario equilibrio de fuerzas en el actual Tribunal -cuatro magistrados conservadores, cuatro liberales, y uno de relativa neutralidad-, el ingreso de un nuevo miembro podría perpetuar a cualquiera de los dos bandos ideológicos.