El que fuera presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) desde octubre de 2004 hasta mayo de 2007, Manuel Conthe, dedica el último post de su prestigioso blog El sueño de Jardiel a analizar algunos aspectos clave en materia de Gobierno Corporativo. Para abordar esta cuestión toma como referencia su prólogo al reciente libro Gobierno corporativo: la estructura del órgano de gobierno y la responsabilidad de los administradores (Editorial Thomson Reuters Aranzadi, 2015), cuyos autores son Alfonso Martínez-Echevarría y García de Dueñas (Director).
Por su interés, transcribimos de forma íntegra el prólogo de la obra:
Prólogo
Como antiguo presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores y del grupo de trabajo que en 2006 alumbró el Código Unificado de Buen Gobierno para las sociedades cotizadas españolas me alegra prologar esta obra colectiva, que ofrece una amplia panorámica sobre el gobierno corporativo no solo de las compañías cotizadas en Bolsa, sino también de las restantes sociedades mercantiles, e incluso de las cooperativas y fundaciones.
Interés social
De las múltiples cuestiones que aborda, una cardinal es, en el caso de las grandes sociedades cotizadas, la definición del "interés social" que debe servir de guía a sus administradores y gestores, asunto que Alfonso Martínez-Echevarría analiza en uno de los capítulos iniciales.
Para delimitar ese concepto es preciso, sin embargo, dilucidar una cuestión previa: la de si, como defiende la tesis "contractualista", una sociedad, aunque sea grande y cotizada, sigue siendo primordialmente el resultado de un acuerdo o pacto entre sus socios y mantiene esa naturaleza aunque, como ocurre en las sociedades capitalistas modernas, tenga reconocida una personalidad jurídica propia y distinta a la de los socios, y estos una responsabilidad limitada por los actos de aquella; o si por el contrario, como defienden los "institucionalistas", las grandes sociedades mercantiles deben concebirse como entes que no sólo tienen personalidad jurídica propia, sino también fines propios distintos a los comunes de los accionistas, de suerte que sus administradores han de tomar en cuenta el interés de todos los grupos sociales a los que afectan las actividades de la compañía, esto es, deben conjugar el interés de sus accionistas (shareholders) con el de los restantes "grupos de interés" (stakeholders).
En 1998 el Informe Olivencia optó con meridiana claridad por la visión contractualista, enfoque que en 2003 el Informe Aldama pareció rectificar o atemperar. En 2006, no obstante, el Código Unificado de Buen Gobierno volvió a la concepción contractualista del Informe Olivencia, como refleja su Recomendación nº 7, que define el "interés de la compañía" como "hacer máximo, de forma sostenida, el valor económico de la empresa", y justifica así esa afirmación:
"Frente a otras interpretación más amplias del "interés social", ésta parece preferible, porque proporciona al Consejo y a las instancias ejecutivas sujetas a su supervisión una directriz clara que facilita la adopción de decisiones y su evaluación. Nada de esto significa que los intereses de los accionistas hayan de perseguirse a cualquier precio, sin tener en cuenta los de otros grupos implicados en la empresa y los de la propia comunidad en que se ubica. El interés de los accionistas proporciona una guía de actuación que habrá de desarrollarse respetando las exigencias impuestas por el Derecho (por ejemplo, en normas fiscales o medio-ambientales); cumpliendo de buena fe las obligaciones contractuales, explícitas e implícitas, concertadas con otros interesados, como trabajadores, proveedores, acreedores o clientes; y, en general, observando aquellos principios de responsabilidad social que la compañía haya considerado razonable adoptar para una responsable conducción de los negocios".
El debate entre las concepciones contractualista e institucionalista afloró de nuevo cuando la Comisión de Expertos de Gobierno Corporativo creada por el Gobierno en 2013 y dirigida por la presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) efectuó en 2014 la revisión y puesta al día de las recomendaciones contenidas en el Código de Buen Gobierno de 2006. La Comisión retocó y amplió ligeramente la definición de "interés social" formulada en 2006, pero, a mi juicio, mantuvo la concepción contractualista.
De la concepción institucionalista hace una brillante defensa en esta obra Alfonso Martínez-Echevarría. Pone énfasis -con razón- en que el accionista (shareholder) de una compañía no posee un derecho real de propiedad sobre los bienes de ésta y, en consecuencia, no debe ser considerado "propietario" (owner). De ahí que critique, con razón, la inexactitud de las normas que regulan la elaboración del Informe Anual de Gobierno Corporativo cuando hablan de la "estructura de la propiedad" de la compañía para referirse a la estructura de su "accionariado".
Esa reflexión le lleva también a criticar el asentado término "consejero dominical", pues entiende que esa expresión hace referencia a un "propietario" (dominus) de la compañía, no a un mero titular de una participación accionarial; y propone, en consecuencia, que esa expresión sea sustituida por la de consejero "por participación accionarial". A mi juicio, sin embargo, ese cambio terminológico no es preciso, pues cabe entender que la expresión "dominical" -acuñada originalmente por el Informe Olivencia sin pretensión de exactitud, e incorporada en 2013 a nuestro Derecho positivo- hace tan solo referencia a la existencia de un "señor" o "amo" (dominus) al que ese tipo de consejero tendrá que rendir cuentas, sin prejuzgar la naturaleza real o personal del derecho que su "señor" posee en la compañía.
De la concepción institucionalista pura surge otro corolario: la gestión de los administradores debe ser supervisada y controlada no solo por los accionistas, sino también por los restantes grupos de interés, porque la "responsabilidad social corporativa" es exigible a cualquier sociedad cotizada. Esa concepción ha quedado consagrada legislativamente en países de tradición germánica, en los que las leyes exigen la presencia de representantes de los trabajadores en el consejo de supervisión, pero, en mi opinión, no resulta, sin embargo, ajustada al Derecho español y al de otros muchos países, en los que la totalidad de los consejeros de la compañía son nombrados o ratificados por la Junta General de accionistas, y estos ostentan la autoridad última en la compañía: no serán técnicamente sus "propietarios", pero son quienes colectivamente "mandan en ella".
Tengamos presente, además, que la primacía de los intereses de los accionistas que defiende la concepción contractualista no es óbice para que los Estatutos de una compañía, o los acuerdos de sus accionistas o administradores, puedan fijarle objetivos de "responsabilidad social" que ocasionalmente vayan a contrapelo de los intereses económicos o financieros de los accionistas. Pero tales políticas y objetivos de "responsabilidad social", en la medida en que no sean obligaciones jurídicas impuestas por normas imperativas -por ejemplo, en asuntos medioambientales, laborales o de diversidad-, deben concebirse, desde el punto de vista jurídico, con fruto de una decisión voluntaria y libérrima de la compañía. Por eso, también en esta materia conviene extremar el rigor terminológico, y tener presente que en la expresión "responsabilidad social corporativa" el sustantivo "responsabilidad" se utiliza en un sentido sociológico o ético, no estrictamente jurídico.
Consejeros independientes
Varios capítulos de la obra analizan en profundidad las distintas categorías de consejeros, tanto desde la perspectiva española como desde la internacional, especialmente del Reino Unido -cuna de las recomendaciones de gobierno corporativo-, y analizan los deberes de diligencia y lealtad que pesan sobre los consejeros.
Al analizar la figura del "consejero independiente", especialmente a la luz de la reciente crisis financiera internacional, Wolf-Georg Ringe señala con perspicacia que ese concepto no tiene el mismo significado en todos los países, pero critica que en todos suele definirse de modo negativo, mediante la enumeración de un catálogo de circunstancias negativas que privan de la condición de independiente a aquel consejero en que se da alguna.
Destaca que el escaso énfasis en los atributivos positivos que el consejero independiente debe reunir hizo que, desgraciadamente, especialmente en el caso de entidades financieras, muchos consejeros no tuvieran la experiencia y conocimientos precisos para desempeñar bien su función. De ahí su llamativa conclusión de que "los bancos con mayor porcentaje de consejeros independientes salieron peor parados de la crisis". La independencia es condición necesaria, pero no suficiente, afirma con razón. No es una panacea y, en ocasiones, puede restringir el universo de candidatos con la experiencia y los conocimientos precisos para servir de contrapeso a los ejecutivos de la entidad.
En España tampoco hemos prestado suficiente atención a otro factor que puede mermar la independencia efectiva de los consejeros y que Arad Reisberg menciona en su exposición sobre el gobierno corporativo en el Reino Unido:
"El consejero externo no trabaja a tiempo completo en la compañía, no depende de ella para vivir y el primer ejecutivo o los restantes consejeros no pueden 'metérselo en el bolsillo'.
Como obtiene de la compañía solo una pequeña parte de sus ingresos (puede ser consejero externo en otras sociedades), no pondrá en peligro su reputación y su capacidad general para ganarse la vida participando en malas prácticas corporativas. En suma: es independiente".
Preocupado como Reisberg por el riesgo de que la dependencia económica permita a una compañía "meterse en el bolsillo" a algunos consejeros independientes, propuse a mis colegas en la reciente Comisión de Expertos que recomendáramos que los consejeros independientes tengan que manifestar anualmente si su retribución como consejero de la compañía supera o no cierto porcentaje (sugerí, a título indicativo, el 30%) de sus ingresos anuales; pero confieso que mi capacidad de convicción resultó nula.
Consejeros "mini-dominicales"
Tampoco tuve suerte cuando sugerí que la distinción entre "consejero dominical" y "consejero independiente" – que el Informe Olivencia formuló, en sus propias palabras, "con una terminología más gráfica que exacta"- no debiera ser tan rígida como la hizo luego el Código Unificado de 2006 y ha quedado más tarde consagrada en normas imperativas -como la Ley de Sociedades de Capital-: en mi experiencia, los consejeros que podríamos denominar "mini-dominicales" -esto es, los designados por un accionista con una participación significativa pero sin capacidad de control o influencia (de una cuantía comprendida entre, digamos, el 3 y el 10% del poder de voto) son con frecuencia, en la práctica, los más "independientes", pues su obligación de rendir cuentas a su señor (dominus) les protege del riesgo de ser "capturados" por la compañía; y la modestia de su participación accionarial suele impedir que logren "beneficios privados del control".
Gobierno corporativo de bancos
La obra que prologo analiza una tendencia en materia de gobierno corporativo surgida al comienzo de la reciente crisis financiera internacional: los reguladores y supervisores bancarios, insatisfechos con el tradicional enfoque británico del "cumplir o explicar", han establecido para los bancos normas imperativas sobre aspectos tan claves del gobierno corporativo como el proceso de selección y condiciones de idoneidad de los consejeros, las funciones del consejo en materia de riesgos, o los rasgos precisos de las políticas retributivas para que favorezcan una gestión prudente de la entidad. Mi buen amigo Rafael Mínguez hace una minuciosa exposición del origen y pormenores de esas novedades normativas, cuyos jalones más recientes fueron, en la Unión Europea, la nueva Directiva bancaria 2013/36, de 26 de junio, y, en España, la reciente Ley 10/2014., de 26 de junio, de ordenación, supervisión y solvencia de las entidades de crédito.
Otros asuntos
Las cuestiones que he citado en este prólogo son tan solo un botón de muestra de las muchas que analizan los distintos capítulos de esta obra, entre los que, a riesgo de preterir algunos, me atrevería a destacar los que analizan la jurisprudencia internacional sobre el "levantamiento del velo societario"; la responsabilidad penal de las sociedades; los mecanismos de denuncia (whistleblowing) de irregularidades; el estándar de "discrecionalidad empresarial" (business judgement rule) que los Tribunales deben seguir cuando enjuician retrospectivamente decisiones empresariales; o, en fin, la posibilidad teórica de que algunos inversores, especialmente los hedge funds, puedan ejercer el derecho de voto en compañías en las que ya no poseen un interés económico efectivo (figura conocida en la literatura anglosajona como empty voting o "voto vacío", pero que yo en ocasiones he traducido como "voto sin causa", apelando a las categorías de nuestro Derecho civil).
La responsabilidad de los administradores de las sociedades y demás personas jurídicas que actúan en los mercados financieros o en el tráfico mercantil es materia a caballo entre el Derecho mercantil, las normas de los mercados de valores, la regulación financiera y las recomendaciones de buen gobierno para las sociedades cotizadas. Es además un asunto que lleva en efervescencia normativa y continua reforma desde hace dos décadas. De todas esas perspectivas, reformas y cambios en ciernes encontrará el lector documentados análisis en esta obra.