
En pleno siglo XXI, la igualdad de género sigue siendo un pilar fundamental de nuestras sociedades. Sin embargo, persisten discriminaciones veladas que, aunque a menudo invisibles, impactan directamente en la vida de miles de mujeres. Una de estas situaciones, poco debatida, pero de gran relevancia, se da en el ámbito del mutualismo, donde la mayor esperanza de vida de las mujeres respecto a los hombres se convierte, paradójicamente, en un factor de desventaja económica.
Tradicionalmente, las mujeres gozan de una esperanza de vida superior a la de los hombres. Este dato biológico, celebrado como un indicio de salud y bienestar, se torna un arma de doble filo cuando se traduce en el cálculo de las aportaciones y prestaciones en las mutualidades. A menudo, las mutualistas se ven penalizadas con cuotas más elevadas o prestaciones inferiores al asumir que, por vivir más tiempo, harán un mayor uso de los servicios o percibirán pensiones durante un periodo más prolongado.
Esta práctica, aunque sustentada en datos actuariales, ignora el principio de equidad y perpetúa una discriminación por razón de género. Es crucial recordar que las mutualidades, por su naturaleza, se basan en la solidaridad y el apoyo mutuo entre sus miembros. No obstante, al aplicar esta lógica puramente estadística, se obvia que la mayor longevidad femenina no es una elección, sino una característica biológica. Penalizar a las mujeres por algo inherente a su condición biológica es, en esencia, una forma de discriminación indirecta.
Las consecuencias de esta situación no son triviales. Una mujer mutualista, a lo largo de su vida laboral y durante su jubilación, puede ver mermados sus ingresos disponibles o sus capacidades de ahorro en comparación con un hombre que realice las mismas aportaciones y con las mismas características laborales. Esto contribuye a la persistencia de la brecha económica de género y puede generar una mayor vulnerabilidad económica en la vejez, especialmente si consideramos que las mujeres a menudo ya enfrentan otras desigualdades en el mercado laboral, como la brecha salarial o la mayor interrupción de sus carreras por motivos de cuidado familiar.
A esta situación se suma otra disparidad significativa en el ámbito de la maternidad. Mientras que las bajas por maternidad en el régimen general de la Seguridad Social española alcanzan las 16 semanas (cuatro meses), permitiendo un período adecuado de recuperación y vinculación con el recién nacido, en algunas mutualidades estas prestaciones pueden estar lamentablemente limitadas a 45 días, es decir, menos de un mes y medio. Esta diferencia abismal no solo afecta la salud y el bienestar de la madre y el bebé, sino que también ejerce una presión adicional sobre las mujeres mutualistas, quienes se ven obligadas a reincorporarse al trabajo mucho antes o a asumir costes económicos adicionales. Esta limitación refuerza la idea de que la maternidad, una función social vital, es tratada de manera secundaria en ciertos esquemas mutualistas, perpetuando una desventaja para las mujeres que deciden ser madres.
Se hace necesaria una llamada a la reflexión y la acción. Es imperativo que tanto las entidades mutualistas como los organismos reguladores y la sociedad en su conjunto aborden esta problemática. Se necesita una revisión profunda de los modelos actuariales que se utilizan, buscando la forma de integrar la realidad de la esperanza de vida sin que ello implique una penalización económica para las mujeres. Esto podría pasar por modelos de riesgo compartidos y neutrales al género; desarrollar sistemas que diluyan el impacto de la esperanza de vida individual en favor de una solidaridad colectiva más equitativa.
Informar claramente a las mutualistas sobre cómo se calculan sus cuotas y prestaciones, y si la esperanza de vida es un factor determinante.
Se hace necesario un cambio en la regulación, y promover normativas que prohíban la discriminación por razón de sexo en el cálculo de primas y prestaciones en el ámbito mutualista.
La mayor esperanza de vida de las mujeres debería ser un motivo de orgullo social y no una carga económica. Es hora de que el sector mutualista, y la legislación que lo rige, se adapten a una visión de la igualdad de género que trascienda las meras estadísticas y abrace un verdadero espíritu de equidad y justicia social. El futuro del mutualismo, y de la sociedad en general, pasa por garantizar que nadie sea discriminado por su condición biológica, y mucho menos por vivir más tiempo.