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Del gremio al Colegio

Registrador de la Propiedad

Tomado de la Revista Registradores de Julio-Agosto 2009

Xavier Pericay

Primero fueron los gremios, de eso no hay duda. O sea, las corporaciones medievales en las que se juntaban maestros, oficiales y aprendices de un mismo oficio artesanal. Cualquiera que recorra hoy en día el casco antiguo de una vieja ciudad europea, tarde o temprano se topará con una plaza de Curtidores, o con una calle del Vidrio, o con una ronda de los Panaderos. No se trata de una causalidad, claro. Ni de un homenaje. Se trata, por lo general, de algo mucho más simple: del último vestigio de una realidad. En aquella plaza, en aquella calle, en aquella ronda, se juntaban hace siglos quienes practicaban los oficios en cuestión. De ahí el nombre.

Pero, más allá de cuál fuera esa actividad, lo importante es que quienes la ejercían no estaban diseminados por la ciudad, sino agrupados. La calle, de nuevo. Y la posibilidad de utilizarla como lugar de encuentro, de intercambio, de aprendizaje. Téngase en cuenta que en nuestras ciudades del sur no era extraño que muchos artesanos sacaran sus talleres al exterior, a pleno sol, a fin de que pudieran servir a los demás. Es lo que hoy llamaríamos, pomposamente, «optimización de los recursos». O, con algo más de propiedad quizá, «economía de escala». Porque los gremios tenían perfectamente regulados todos los aspectos relacionados con la producción. Por supuesto, el vínculo contractual entre maestro y aprendiz. Pero también el abastecimiento de materias primas, su coste, el volumen de la oferta o el precio del producto. Y aún, al margen ya del proceso mercantil, las obras de beneficencia ligadas a los miembros del gremio y a sus familiares.

Los gremios, así entendidos cuando menos, desaparecieron con la liberalización del mercado. Es decir, con el mercado libre. O, si lo prefieren, con la aparición del modelo de la oferta y la demanda como mecanismo regulador del precio de un producto. Lo cual no significa que la gente dejara de sentir la necesidad de asociarse. En realidad, como bien sabe cualquier hijo de vecino, los gremios siguen existiendo. En otras palabras: los panaderos, los libreros, los joyeros, los restauradores, los artistas falleros; en definitiva, quienes poseen oficios más o menos manuales, siguen encontrando motivos para agruparse. Y no sólo ellos; también quienes se inscriben en las llamadas profesiones liberales. Ocurre, sin embargo, que aquí al gremio lo denominan Colegio. Y, al acto de formar parte de él, colegiarse.

Ya sea porque las profesiones liberales son muchas y variadas, ya sea porque quienes las desempeñan son muy suyos -es decir, muy liberales-, lo cierto es que cada uno de estos colegios es un mundo. Aunque todos persigan un mismo objetivola defensa de la profesión y, en consecuencia, de quienes la ejercen– y aunque todos estén regulados por una misma ley -la de Colegios Profesionales-, ni los condicionantes ni las rutinas ni los apremios pueden considerarse en modo alguno los mismos. De ahí que, por ejemplo, la relación de un abogado con su Colegio diste bastante de la que alcance a establecer un médico con el suyo. O un licenciado en Filosofía y Letras. O un ingeniero, un periodista, un farmacéutico, un politólogo, un arquitecto… O un registrador de la propiedad, por descontado.

Pero acaso lo más curioso sea el grado de implantación de los Colegios Profesionales. Según parece, donde tienen mayor arraigo es en el sur de Europa, en los países latinos, esto es, en aquellos lugares en los que el individualismo ha campado siempre a sus anchas y en los que no ha habido nunca forma de meter en vereda a buena parte de la población. Así las cosas, la tradición colegial no sería tanto una emanación de nuestro carácter como un intento, más o menos efectivo, de domeñarlo y volverlo mínimamente sociable. Y es que, si bien se mira, un Colegio Profesional no deja de ser, al cabo, una entidad. Y, como tal, un elemento constitutivo de la argamasa social en que vivimos y, con algo de suerte, nos realizamos. De ahí que, entre sus funciones, esté también la de poner un poco de orden en ese berenjenal llamado España. Aunque sólo sea para que muchas de esas berenjenas puedan seguir creciendo en paz y armonía.

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