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28/03/2024. 10:50:19

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Derechos humanos y choque de civilizaciones

Mercedes García Quintas

El día de Nochebuena fallecía Samuel Phillips Huntington, profesor en Harvard y autor del provocador libro El choque de las civilizaciones. Huntington, uno de los politólogos más influyentes de los últimos cincuenta años, tal y como le retrata un antiguo colega, planteó en aquella obra algo que había ya esbozado en algún artículo previo; el que los estados-nación serían los actores más presentes y vigorosos del panorama internacional, y que la principal fuente de conflictos de la política global se impondría entre naciones y grupos de naciones que pertenecen a diferentes civilizaciones.

La muerte de Huntington, conocida días después de acaecida; precisamente el sábado en que Israel lanzó un ataque sobre la franja de Gaza valorado como la operación militar israelí más sangrienta llevada a cabo en una sola jornada desde la Guerra de los Seis Días, se antoja una macabra casualidad.

A estas alturas es ya palmario que Francis Fukuyama y su obra "El fin de la Historia y el último hombre", que recogía, actualizando, la idea hegeliana del fin de la historia por la generalización de la democracia tras la caída del telón de acero desenfocaba la realidad que se estaba preparando. Corría 1992 y se podía creer, según palabras del norteamericano de origen japonés, que las ideologías ya no eran necesarias, al haber sido sustituidas por los conocimientos económicos y su puesta en práctica. Estados Unidos era de algún modo la materialización del ensueño marxista de una sociedad sin clases. "El fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas".

Fukuyama mantenía que un encauzado intercambio cultural y el avance de la ciencia, flanqueados por unos sistemas jurídicos sólidos e interconectados desplazarían a la religión y a los sistemas éticos. En su día, cuarenta y cuatro años antes; la Declaración Universal de los Derechos Humanos postulaba algo parecido: se había pasado la barrera de lo infranqueable para el hombre, se había "codificado" todo lo que podía dar de sí y habíamos llegado al final. No había ya retos.

Sin embargo, nació un nuevo y vigoroso reto: la libertad de conciencia. Esa hidra, a veces virulenta como la de Heracles; a veces mansa como la del Lucas de Julio Cortázar, está poniendo patas arriba el orden internacional que Occidente había logrado establecer tras los horrores de la Primera y Segunda Guerra Mundial.

Y es que los Derechos humanos no son aceptados como universales. Sí se acepta la categoría dogmática de Derecho subjetivo, que Castán definía como facultad o su conjunto otorgado por el ordenamiento jurídico a un ser de voluntad capaz o de voluntad suplida por la representación para obrar válidamente y exigir de los demás, por un medio coactivo; en la media de lo posible, el comportamiento correspondiente. La llevada a cabo del concepto varía, fluctúa. El vaivén lo estamos sufriendo cada determinado tiempo, la última vez en Bombay.

Huntington mantuvo que existían siete civilizaciones -occidental, musulmana, judía, indú, sínica, subsahariana y budista- palabra ésta, civilización, que, por otro lado, no es definible rigurosamente; por mucho que se utilice con cierta alegría por parte de los políticos. Esfuerzos contemporizadores desde variados puntos de vista sociales no acaban de dar fruto. Reinhard Lauth, catedrático de Fundamentos de Filosofía en la Universidad de Múnich, Tel Aviv y Jerusalén; que impartió clases desde París hasta Pekín y contaba entre sus amistades a Joseph Ratzinger y Gerhard Schröder pugnaba -hoy continúa el Instituto filosófico que lleva su nombre-  por el hermanamiento de cristianismo e islamismo a través del estudios de Abraham, figura de la que penden judaísmo, islamismo y cristianismo. Según sus propios herederos, la fuerza argumentativa de su postura es gigante, pero carece de los apoyos crítico-hermenéuticos necesarios para elevarse a las instituciones.

En otro orden de cosas, Daniel Baremboin y su Orquesta West-Eastern Divan; que busca ser un referente de la conciliación entre culturas a través de unir jóvenes músicos de ejes geopolíticos, a pesar de contar con vigor y reconocimientos, carece de un grosor planteable a un nivel público. Son muchas, variadísimas, las iniciativas que buscan unir.

Parece triste tener que renunciar en determinados territorios a ideales de bien común como la democracia, la paz o la igualdad entre sexos. Y es que el proceso generalizado de abrir paso a la democracia que se llevó a cabo a finales del siglo XX puso sobre la mesa las contradicciones culturales que esos procesos generaron en los países emergentes. A este respecto, en los años 70 y 80 Huntington estudió la viabilidad del proceso democratizador que él pronosticaba que terminaría afectando a todo el planeta; dada la expansión del catolicismo tras la posible caída del muro de Berlín y la hegemonía estadounidense, tras la previsible pugna de poder fáctico entre bloques después del derroque del comunismo en el área soviética. Únicamente una revuelta islámica podría llegar a ser un obstáculo que el politólogo, en 1991, al escribir "La tercera ola" consideraba de poca entidad. Hoy, diecisiete años después, convivimos con esa revuelta.

Huntington tenía una visión optimista acerca del futuro papel de Occidente, con Estados Unidos de protagonista en la pacificación, en la segunda "caída del muro", tras esa revuelta islámica sólo planteable en aquel momento: un nuevo orden mundial entre las civilizaciones. Sin embargo, dejaba, y ya dejó definitivamente, una pregunta sin responder, ¿cuál es el concreto motivo -pequeño, preciso- de la resistencia blindada de los países islámicos a los procesos de modernización y democratización occidental, en el ámbito cultural, económico y político?.

No hay victoria a través de la guerra, ni en lustrosas mesas de negociaciones. No es sólo el petróleo el lubricante de las ruedas dentadas de la violencia. Si Huntington fue tachado de apocalíptico y de xenófobo, nadie podrá negar su afirmación de que "el choque entre civilizaciones terminará siendo en un futuro próximo la mayor amenaza para la paz mundial, y la mejor forma de salvaguardarnos contra una posible guerra mundial es asegurar un orden internacional entre las civilizaciones".

Cae sobre los prohombres la responsabilidad de detectar dónde están los foros de diálogo adecuados para asegurar este imprescindible orden. Lo que parece ya estar aclarado es que los cauces tradicionales, los argumentos de autoridad y de poder económico no son válidos. Hay un nuevo idioma que aún no conocen las clases dirigentes, pero que hablan las desfavorecidas; como aquél que hablaba en prosa sin saberlo.

Toca, ahora, ¿a quién? una nueva obra, esclarecedora, continuadora; que no superadora de ese Choque de las civilizaciones, que pueda secar toda esta sangre que se está derramando.

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