La crisis del Covid 19 ha venido a decirnos muchas cosas. Tantas que es difícil ser capaces de enumerarlas en unas líneas. Si nos centramos en sus raíces, puede que esa lista interminable emane de dos ideas: la plena consciencia de nuestra vulnerabilidad -efectivamente, somos mortales-, y la constatación de que nuestro estilo de vida es insostenible. Vayamos por partes.
Tenemos mucho. Quizá ha sido ahora cuando nos hemos dado verdadera cuenta de ello. Si atendemos simplemente a nuestro ordenamiento jurídico nacional, tenemos unos cuantos derechos reconocidos, todos ellos fundamentales, todos ellos jurídicamente protegidos y judicialmente defendibles. Entre otros, como los derechos que más básicamente nos definen, tenemos derecho a la vida (art.15 CE), somos iguales ante la ley (art.14 CE) y somos libres de actuar como queramos (arts.16 y ss. CE que recogen diferentes vertientes de la libertad de pensamiento y movimiento). Si viajamos al espacio común europeo, nuestras posibilidades de actuación se amplían. No sólo somos iguales a nuestros semejantes. Dicha igualdad implica además que no podemos sufrir discriminación alguna por ser nacionales de un Estado miembro. A su vez, no sólo se reconoce nuestro derecho a la libertad de actuación y movimientos, sino que esa libertad se traduce en la inexistencia de fronteras. Sin embargo, ha venido una pandemia y nos ha dicho que todo esto es papel mojado. Nos ha dicho que no sólo no podemos circular por Europa, sino que no podemos salir de nuestras casas. Y nos ha equiparado a todos en una igualdad muy humana, la que genera el sentimiento del miedo. Ese sentimiento de vulnerabilidad que nos ha calado hasta los huesos.
Y he aquí donde todo cambia. El miedo es una fuerza potentísima que no debemos dejar crecer sin límite alguno. Llevado al extremo, nos hace perder todos esos derechos fundamentales consolidados que antes mencionamos. El miedo paraliza. Por definición, nos hace no libres. El miedo nos impulsa a ser insolidarios con el otro, desiguales con el distinto. Nos separa irremediablemente de quien en un momento dado, en una concreta situación de estrés como la que vivimos, no actúa como nuestro propio miedo -absolutamente subjetivo- nos dice que es necesario actuar. En definitiva, el miedo puede convertir nuestra vida, el objeto del derecho más humano e inalienable, en algo poco vivible. Y todo ello a cambio de nada. Porque, seamos serios: no hay derecho suficiente que nos proteja de aquello que nos da miedo y, lo que es peor, que impida que progresivamente nos sintamos más y más amenazados. Dejándonos llevar, habremos perdido todo lo que teníamos por una mera sensación de protección irreal. La eterna lucha entre libertad y seguridad. Y todo ello porque el miedo es la antesala de la ansiedad y esta reduce el mundo que percibimos, lo reduce tanto que se acaba en uno mismo, nos convierte en el centro de ese mundo y los demás no importan. El miedo nos deshumaniza porque reduce nuestra capacidad para ver al otro, los problemas del otro. La incertidumbre reduce nuestra confianza y nos aboca a la búsqueda de seguridad renunciando a otros valores. ¿Para qué quiero libertad si no sé qué hacer con ella, si no puedo conocer lo acertado o desacertado de mis decisiones? Lo que quiero es sobrevivir, algo tan básico como eso. ¿Empatía con los otros, para qué? Los otros constituyen un peligro. El miedo nos hace buscar certezas y estas constituyen la seguridad, la libertad se convierte en algo etéreo sin mucho sentido. No estoy enfadado, tengo miedo. Quiero seguridad, no libertad.
Volver a la vida tal y como la entendemos no consiste en retroceder tres meses, tomar impulso y repetir paso a paso lo que entonces hacíamos. El camino no es ese. La pandemia y su mensaje sobre lo insostenible de nuestro modo de vida nos lo han dicho. Y sin llegar a entender esto del todo -fase a fase parece que lo vamos procesando-, lo cierto es que nos estamos quedando en el miedo que la situación nos ha provocado sin ir más allá del mismo. Volver a la vida tal y como la entendemos, tal y como la vivíamos, supone aceptar que hay aspectos de ella meramente azarosos. Y con ello, ir dándonos cuenta de que una sociedad libre y las interacciones que de ella emanan, que la conforman, genera inseguridades a las que estábamos acostumbrados y tendremos que volver a acostumbrarnos ¿Alguien ha pensado en prohibir la circulación por carretera en función del número de accidentes mortales que se producen año a año?. ¿Y eso cómo se consigue?, sólo existe una manera: Aceptarlo, aceptar que la falibilidad de mis decisiones es posible y que afectan a otros como las de los otros me afectan a mí, porque no podemos dejar de ser seres sociales. Aprender a vivir con ese miedo al lado, eso es, “a vivir”, porque sobrevivir dentro de ese miedo no es vivir y porque la única manera de sobrevivir es vivir.
Socialmente, estamos en estado de shock, despertando poco a poco de algo que nunca pensamos que podría pasar. Queremos gritar por todas las pérdidas. Queremos saber si y cómo se podrían haber evitado. Queremos la verdad sobre lo acaecido. Y quizá, como ciudadanos, la única verdad que tengamos es la anteriormente descrita. Lo azaroso de la vida y el miedo que produce entender lo que esto supone. Y no nos engañemos: no hay ordenamiento jurídico capaz de protegernos frente a ello. A cambio, reconocido el azar y nuestras limitaciones para contrarrestarlo, puede que empecemos a intuir el profundo significado de nuestra propia libertad. Es hora de pensar y sentir más allá de nuestros miedos.