El autor mantiene que la huelga de los jueces contradice lo estipulado en la Constitución y cuestiona su inclusión en el funcionariado estipulada por la LOPJ, advirtiendo de las graves consecuencias que ello comporta para la independencia judicial.
La pretendida huelga de los jueces es un escándalo anticonstitucional. Los jueces, cada juez, constituyen un poder del Estado. En cuanto tales, son una autoridad y esa calidad, ese status, predomina y debe predominar obviamente sobre toda otra característica.
Es
claro que una autoridad del Estado, uno de sus Poderes fundamentales, no puede
asumir una huelga sin convertirse en mofa de los ciudadanos y sin que eso pueda
considerarse una grave transgresión constitucional. No hace falta ninguna
norma expresa que lo diga y no la hay porque es algo obvio. No se debe caer en
el falso tópico de que todo lo que no está prohibido por norma jurídica válida,
está permitido.
El hecho de que en el modelo vigente el juez sea a la vez funcionario, es, por
una parte, una incongruencia, incompatible, a mi entender, con la Constitución.
El texto jurídico básico no dice una palabra sobre esto. Muy al contrario, la
Administración, campo nato del funcionario, se regula en el Título IV, mientras
que la Judicatura está regulada en el Título VI, sin que entre ambos Títulos
haya el menor vínculo jurídico estructural. La norma de que jueces y
magistrados de carrera constituyen un cuerpo único (art. 122.1 CE) sólo puede
interpretarse como funcionariado por mentes sujetas a la servidumbre de un
esquema antidemocrático e inaceptable para la concepción de un Poder Judicial
que tutele en verdad, con independencia e imparcialidad, los derechos del
ciudadano. La Ley Orgánica del Poder Judicial es la que, siguiendo un esquema
ancestral, encuadra al juez en el funcionariado con dos consecuencias graves
para la independencia judicial. Por una parte, el juez queda integrado, con el
incomprensible apoyo en este punto del art. 122.2 CE, en una estructura
jerárquica que interfiere en todas las vicisitudes más decisivas de su vida
profesional: nombramientos, ascensos, vacaciones, incompatibilidades, y, por
tanto, también ingresos. Por otra, y por si fuera poco, se somete al juez a una
responsabilidad igualmente incompatible con su independencia: la
responsabilidad disciplinaria, que le hace sujeto de cualquier veleidad de
quien sea su superior en la escala jerárquica. ¿Dónde queda la independencia?
¿En la supuesta distinción entre función jurisdiccional y status
administrativo? Y ¿quién dice que esa distinción es, en la práctica y en un
mismo individuo, real y eficazmente posible? Yo, como ciudadano, no me lo creo
y, por tanto, mientras subsista esa situación tendré para mí que nuestros
jueces no son independientes ni por pienso.
Hay aún algo más. Es indudable que entre la condición de autoridad y la de
funcionario hay un hiato jurídico y social considerable. No es que la condición
de funcionario sea algo vil o abyecto, sino que se encuentra en un plano
manifiestamente inferior al de la autoridad. Por ello, cuando algunos jueces
apelan a su condición de funcionarios para defender despropósitos jurídicos,
como es en ellos la huelga, se degradan, renuncian a su status de autoridad y
se rebajan a un plano estamental que les convierte en sujetos ineptos para su
función básica que justifica su existencia constitucional: la función
jurisdiccional.
Todo esto es ya un dislate considerable, pero aún hay otro mayor, si
cabe, en el sistema constitucional vigente. Incluye en la Constitución una
norma manifiesta y paradójicamente inconstitucional: el último inciso del
artículo 127.1 que prevé la legalidad de las malhadadas asociaciones profesionales,
pese a haberse dispuesto anteriormente (artículo117.4), que los jueces, salvo
atribución expresa de la ley, no ejercerán sino la función jurisdiccional y
que, por añadidura (primer inciso del artículo 127.1), tienen
constitucionalmente prohibido mientras estén en activo, es decir, mientras
conserven su condición de autoridad, desempeñar otros cargos públicos, o
pertenecer a partidos políticos o sindicatos.
Es evidente el carácter simplemente contradictorio de esta regulación. La
calificación de estas asociaciones como "profesionales", ni les priva de su
verdadera naturaleza sindical (¿qué es una asociación profesional sino un
sindicato, amarillo o no?), ni, lo que es mucho más grave, les impide
intervenir en pura y escandalosa política partidista a sus miembros, bien
directamente, bien a través de sus portavoces. Y ello sin haber sufrido, por
supuesto, el dictamen de las urnas. Lo hemos visto muchas veces, pero estos
días ha habido actuaciones una vez más "estelares".
Así, ante la petición parlamentaria de que acudan al Parlamento para exponer
sus problemas, por la razón obvia de que corresponde básicamente a la
representación de la soberanía popular decidir cómo se pueden y se deben
abordar sus planteamientos, uno de los representantes de la llamada Asociación
Profesional de la Magistratura -para colmo, mayoritaria- se ha permitido decir
con desparpajo digno de mejor causa, que no le consta la obligación de un
juez de acudir a la llamada del Parlamento. Por lo visto, o bien
desconoce el artículo 76.2 CE·, que impone esa obligación sin distinciones y
sujeta a sanciones su incumplimiento, la Ley Orgánica 5/1984 que establece la
obligación de comparecer para "todos los ciudadanos españoles", incluso para
los extranjeros residentes en España (art. 1.1), y el art. 502.1 del Código
Penal que califica de delito de desobediencia el no comparecer, -lo que para un
juez es ignorar muy mucho -, o bien estima que él y los demás jueces no son
ciudadanos, en cuyo caso debería decirnos qué demonio son. Claro está que tal
declaración es fácilmente perceptible como actitud partidista del declarante, a
mi entender manifiesta: como pertenece a la Asociación más conservadora,
aprovecha la circunstancia para hacernos ver lo que parece su escaso aprecio de
un Parlamento en el que la mayoría no es del PP.
Cuando se habla de reformar la Constitución, son normas como las aquí
denunciadas por contradictorias e inconstitucionales a pesar de alojarse en la
Constitución, las que deben derogarse o modificarse, y no las tonterías de las
que se viene hablando habitualmente. Cuando se dice querer modificar el sistema
judicial, hay que pensar en la exclusión del juez de todo esquema jerárquico,
funcionarial, de toda responsabilidad disciplinaria, y en la construcción de
una mejor selección de los miembros de la judicatura y de una responsabilidad
civil y penal de los mismos que sea eficazmente exigible por el ciudadano sin
merma de las garantías que un juez debe tener. No se pueden admitir personas
bisoñas, carentes de experiencia, en la sede directriz del proceso, ni sujetos
prácticamente irresponsables ante la ciudadanía, cuando el único sentido de la
existencia de tales autoridades es la defensa de los derechos que los
ciudadanos vean conculcados. Lo que ocurre es que ningún político quiere de
verdad una judicatura independiente, ni, por ende, va a abordar una
modificación que conduzca a tenerla. Por ello se sumergen todos voluntariamente
en la barahúnda tópica de medios materiales y personales, cuya necesidad es
patente, pero que sólo sirve para eternizarse en disquisiciones inútiles de
galgos y podencos, mientras el lobo de la dura realidad nos arrebata a los
ciudadanos las ovejas del sentido común, de la experiencia, de la competencia,
de la independencia y del buen hacer de no pocos jueces. El tiempo va
siendo testigo de esta ineficacia legislativa que desalienta al ciudadano, y lo
será aún más. No se ve fundamento para confiar en que ninguna de nuestras
fuerzas políticas se moje realmente en lo sustancial.