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19/04/2024. 19:29:01

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Desprecio a la ciudadanía

El autor mantiene que la huelga de los jueces contradice lo estipulado en la Constitución y cuestiona su inclusión en el funcionariado estipulada por la LOPJ, advirtiendo de las graves consecuencias que ello comporta para la independencia judicial.

La pretendida huelga de los jueces es un escándalo anticonstitucional. Los jueces, cada juez, constituyen un poder del Estado. En cuanto tales, son una autoridad y esa calidad, ese status, predomina y debe predominar obviamente sobre toda otra característica.

Es claro que una autoridad del Estado, uno de sus Poderes fundamentales, no puede asumir una huelga sin convertirse en mofa de los ciudadanos y sin que eso pueda considerarse una grave transgresión  constitucional. No hace falta ninguna norma expresa que lo diga y no la hay porque es algo obvio. No se debe caer en el falso tópico de que todo lo que no está prohibido por norma jurídica válida, está permitido.
El hecho de que en el modelo vigente el juez sea a la vez funcionario, es, por una parte, una incongruencia, incompatible, a mi entender, con la Constitución. El texto jurídico básico no dice una palabra sobre esto. Muy al contrario, la Administración, campo nato del funcionario, se regula en el Título IV, mientras que la Judicatura está regulada en el Título VI, sin que entre ambos Títulos haya el menor vínculo jurídico estructural. La norma de que jueces y magistrados de carrera constituyen un cuerpo único (art. 122.1 CE) sólo puede interpretarse como funcionariado por mentes sujetas a la servidumbre de un esquema antidemocrático e inaceptable para la concepción de un Poder Judicial que tutele en verdad, con independencia e imparcialidad, los derechos del ciudadano. La Ley Orgánica del Poder Judicial es la que, siguiendo un esquema ancestral, encuadra al juez en el funcionariado con dos consecuencias graves para la independencia judicial. Por una parte, el juez queda integrado, con el incomprensible apoyo en este punto del art. 122.2 CE, en una estructura jerárquica que interfiere en todas las vicisitudes más decisivas de su vida profesional: nombramientos, ascensos, vacaciones, incompatibilidades, y, por tanto, también ingresos. Por otra, y por si fuera poco, se somete al juez a una responsabilidad igualmente incompatible con su independencia: la responsabilidad disciplinaria, que le hace sujeto de cualquier veleidad de quien sea su superior en la escala jerárquica. ¿Dónde queda la independencia? ¿En la supuesta distinción entre función jurisdiccional y status administrativo? Y ¿quién dice que esa distinción es, en la práctica y en un mismo individuo, real y eficazmente posible? Yo, como ciudadano, no me lo creo y, por tanto, mientras subsista esa situación tendré para mí que nuestros jueces no son independientes ni por pienso.
Hay aún algo más. Es indudable que entre la condición de autoridad y la de funcionario hay un hiato jurídico y social considerable. No es que la condición de funcionario sea algo vil o abyecto, sino que se encuentra en un plano manifiestamente inferior al de la autoridad. Por ello, cuando algunos jueces apelan a su condición de funcionarios para defender despropósitos jurídicos, como es en ellos la huelga, se degradan, renuncian a su status de autoridad y se rebajan a un plano estamental que les convierte en sujetos ineptos para su función básica que justifica su existencia constitucional: la función jurisdiccional.
 Todo esto es ya un dislate considerable, pero aún hay otro mayor, si cabe, en el sistema constitucional vigente. Incluye en la Constitución una norma manifiesta y paradójicamente inconstitucional: el último inciso del artículo 127.1 que prevé la legalidad de las malhadadas asociaciones profesionales, pese a haberse dispuesto anteriormente (artículo117.4), que los jueces, salvo atribución expresa de la ley, no ejercerán sino la función jurisdiccional y que, por añadidura (primer inciso del artículo 127.1), tienen constitucionalmente prohibido mientras estén en activo, es decir, mientras conserven su condición de autoridad, desempeñar otros cargos públicos, o pertenecer a partidos políticos o sindicatos. 
Es evidente el carácter simplemente contradictorio de esta regulación. La calificación de estas asociaciones como "profesionales", ni les priva de su verdadera naturaleza sindical (¿qué es una asociación profesional sino un sindicato,  amarillo o no?), ni, lo que es mucho más grave, les impide intervenir en pura y escandalosa política partidista a sus miembros, bien directamente, bien a través de sus portavoces. Y ello sin haber sufrido, por supuesto, el dictamen de las urnas. Lo hemos visto muchas veces, pero estos días ha habido actuaciones una vez más "estelares".
Así, ante la petición parlamentaria de que acudan al Parlamento para exponer sus problemas, por la razón obvia de que corresponde básicamente a la representación de la soberanía popular decidir cómo se pueden y se deben abordar sus planteamientos, uno de los representantes de la llamada Asociación Profesional de la Magistratura -para colmo, mayoritaria- se ha permitido decir con desparpajo digno de mejor causa, que no le consta la obligación de un  juez de acudir a la llamada del Parlamento. Por lo visto, o bien desconoce el artículo 76.2 CE·, que impone esa obligación sin distinciones y sujeta a sanciones su incumplimiento, la Ley Orgánica 5/1984 que establece la obligación de comparecer para "todos los ciudadanos españoles", incluso para los extranjeros residentes en España (art. 1.1), y el art. 502.1 del Código Penal que califica de delito de desobediencia el no comparecer, -lo que para un juez es ignorar muy mucho -, o bien estima que él y los demás jueces no son ciudadanos, en cuyo caso debería decirnos qué demonio son. Claro está que tal declaración es fácilmente perceptible como actitud partidista del declarante, a mi entender manifiesta: como pertenece a la Asociación más conservadora, aprovecha la circunstancia para hacernos ver lo que parece su escaso aprecio de un Parlamento en el que la mayoría no es del PP.
Cuando se habla de reformar la Constitución, son normas como las aquí denunciadas por contradictorias e inconstitucionales a pesar de alojarse en la Constitución, las que deben derogarse o modificarse, y no las tonterías de las que se viene hablando habitualmente. Cuando se dice querer modificar el sistema judicial, hay que pensar en la exclusión del juez de todo esquema jerárquico, funcionarial, de toda responsabilidad disciplinaria, y en la construcción de una mejor selección de los miembros de la judicatura y de una responsabilidad civil y penal de los mismos que sea eficazmente exigible por el ciudadano sin merma de las garantías que un juez debe tener. No se pueden admitir personas bisoñas, carentes de experiencia, en la sede directriz del proceso, ni sujetos prácticamente irresponsables ante la ciudadanía, cuando el único sentido de la existencia de tales autoridades es la defensa de los derechos que los ciudadanos vean conculcados. Lo que ocurre es que ningún político quiere de verdad una judicatura independiente, ni, por ende, va a abordar una modificación que conduzca a tenerla. Por ello se sumergen todos voluntariamente en la barahúnda tópica de medios materiales y personales, cuya necesidad es patente, pero que sólo sirve para eternizarse en disquisiciones inútiles de galgos y podencos, mientras el lobo de la dura realidad nos arrebata a los ciudadanos las ovejas del sentido común, de la experiencia, de la competencia, de la independencia y del buen hacer de no pocos jueces.  El tiempo va siendo testigo de esta ineficacia legislativa que desalienta al ciudadano, y lo será aún más. No se ve fundamento para confiar en que ninguna de nuestras fuerzas políticas se moje realmente en lo sustancial.

 

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