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20/04/2024. 14:11:39

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El abogado y el fiscal instructor

Magistrado del juzgado de instrucción número tres de Guadalajara

Jesus Manuel Villegas

No es fácil ser abogado criminalista en España. Cada vez que nuestros sufridos letrados se osan a aventurarse en la noble labor de la defensa, se ven obligados a abrirse paso chapoteando en el lodazal en que se han convertido los juzgados penales de nuestro país. ¿Cómo explicar al justiciable que su asunto esté atascado durante interminables meses; o que, cuando por fin recae resolución firme, todo se vaya al garete por una mera nulidad formal?

El señor Ministro de Justicia, Francisco Caamaño, con ocasión de la solemne apertura del año judicial, anunció los propósitos de su Gobierno de atajar esta situación: sería reformada la Ley de Enjuiciamiento Criminal para dotar a la ciudadanía del proceso que se merece. Y es que, por increíble que parezca, nuestro texto procesal data del año… ¡1882! Una época remota en que no existía la penicilina y las pobres gentes morían entre inerrables dolores de algo como un absceso bucal, o sea, un simple flemón. La sociedad progresa, pero diríase que la Justicia penal permanece congelada en el tiempo, como un prehistórico insecto legal atrapado en el ámbar jurídico.

         El objetivo es acabar con el parcheo de las reformas parciales y alumbrar una ley de nueva planta donde, como innovación mas emblemática, se suprimiera de una vez por todas esa el arcaico instituto del juez instructor. Se lo reemplazará, así, por un juez "de la" instrucción, magistrado garante de las libertades. La investigación de los delitos se encomendaría a las fuerzas de policía, dirigidas por los fiscales, los cuales materializaran la política criminal del Ejecutivo, como en todo el mundo, por cierto. Si este panorama lleva a hacerse realidad, el papel del abogado penalista mutaría radicalmente. No le quedará más remedio que acostumbrarse a una nueva praxis, algunas de cuyas líneas maestras se expondrán a continuación. La experiencia francesa será muy ilustrativa.

         Se decía antes que, "en todo el mundo" instruyen los fiscales. En realidad, hay algunas excepciones. Una de ellas es Francia, que se aferra a su peculiar modelo procesal, incluso contra la voluntad de su Presidente, Nicolás Sarkozy. Éste anunció en la apertura del año judicial de 2009 su intención de implantar la figura del "JEL" (juge de l´enquête et des libertés) o "juez de la instrucción". La investigación penal la acometería la Fiscalía, articulada en una estructura dependiente del Ministerio de Justicia. El JEL se encargaría de garantizar los derechos de los reos. Un mensaje similar se ha difundido entre nosotros de boca del ministro español, el cual confía en que el control de un juez de garantías pusiera coto a los eventuales abusos del poder político. No sólo eso, sino que el nuevo sistema reduciría los retrasos y proporcionaría al ciudadano una justicia de mayor calidad democrática.

         El Gobierno francés había encargado a un grupo de juristas, dirigidos por el ex magistrado y asesor legal del Presidente, Philip Léger, la elaboración de un informe que estuvo ultimado en el año 2008. Fue el conocido "Rapport Léger", que sirvió de base para el proyecto de ley que se ultimó a principios del año 2010, donde se acogían las tesis oficialistas. Sin embargo, desde el primer momento se alzó la oposición inquebrantable de los sindicatos judiciales y de los colegios de abogados, que formaron frente común. Todos ellos suponían que la inconfesada meta de la reforma no fuese otra que la de someter la investigación penal a los designios de la política. Además, latía el temor de la ruptura del equilibrio procesal. Si el Poder Ejecutivo, con todos sus recursos, dirigiese la pesquisa criminal, la balanza se inclinaría en contra de los reos hasta pervertir la equidad de todo el sistema.

         Los partidarios de la reforma eran conscientes de estos riesgos. Así, Christian Charrière-Bornazel, abogado favorable a la postura gubernamental, propuso que todos los contratos privados que se protocolizasen en organismo públicos fuesen gravados con un cargo de cinco euros. Los fondos resultantes se destinarían a la protección jurídica de los imputados de menos recursos económicos. El propio Gobierno cedió en algunos puntos en un deseo de alcanzar una solución pactada. De este modo, propuso conferir a las víctimas el derecho a ejercitar acciones penales en aquellos casos en que no lo hiciera la Fiscalía; además, se preveía otorgar a los miembros del Ministerio Público un "droit de retrait", o derecho de desobediencia ante las órdenes de sus superiores, si es que las consideraban "manifiestamente ilegales". En España, en la misma línea, se estudia una modificación del Estatuto del Ministerio Público que concediera a los individuos que lo componen mayor grado de autonomía.

         No obstante, todo fue inútil: ni la doctrina, ni la curia, ni la magistratura estaban por la labor de aceptar que la investigación penal se sometiera a los criterios de la política criminal. Y lo que es más importante, tampoco la opinión pública. Los pobres resultados del partido gubernamental en las elecciones regionales de marzo del año 2010 enfriaron mucho los ánimos reformistas. La puntilla fue el informe del Tribunal Supremo (Cour de cassation) de 16 de abril de ese año, cuyos magistrados advertían de que el proyecto "ne garantit suffisamment les équilibres institutionneles et l´exercice des drotis de la défense et de la victime" (no garantiza suficientemente los equilibrios institucionales ni el ejercicio de los derechos de la defensa ni de la víctima). Finalmente, ese mismo mes, la ministra de Justicia, Michéle Alliot-Marie, comunica en el periódico Le Figaro la preterición, sine die, de los aspectos más polémicos de la reforma, entre ellos, la supresión del juez instructor. ¿Qué ocurrirá entre nosotros?

         Los jueces españoles no disponen de órganos donde expresar, según la fórmula un hombre/un voto, su opinión mayoritaria como colectivo, sino que están forzados a encauzarla a través de las asociaciones judiciales, algunas de ellas muy próximas al poder ideológico. Incluso, según ciertas voces disidentes, no serían sino apéndices de los partidos principales, tanto de derecha como de izquierda. Y, en cuanto al Consejo General del Poder Judicial, no hay mucho que decir. Desde que se modificó el procedimiento de elección de sus vocales, se ha transformado en poco más que un parlamento de juguete, una mini-cámara de políticos togados. No es de extrañar, por tanto, que el Gobierno logre a la postre imponer su modelo.

         Si lo consigue, la actividad profesional del letrado se alteraría drásticamente. El abogado y ex Fiscal José María Calero, en un curso para magistrados impartido en septiembre del año 2010 dentro del programa de formación del CGPJ, adelanta que la investigación criminal perdería su carácter jurisdiccional. En cambio, se plasmaría en un expediente administrativo, no contradictorio, sin partes procesales, donde la intervención, no sólo del juez, sino también del abogado, sería "episódica". Los defensores se moverían a tientas, dando palos de ciego, como en un tribunal inquisitorial. Asombrosamente, la vetusta ley de 1882 adelantaba en garantismo a los sofisticados productos doctrinales de los sectores oficialistas. Es como si, tras los avances de la medicina actual, se propugnara retornar a las operaciones sin anestesia.

         Lo principal, empero, es que ha calado la idea de que la instrucción judicial entraña un peligro para las libertades ciudadanas, como si los jueces españoles fuesen cachorros de Torquemada, ávidos por hacer presa sobre los reos para saciar sus anhelos justicieros. Los abogados saben que, muy al contrario, nuestros magistrados, lejos de constituir un "Poder del Estado" como tan pomposamente los denomina la Constitución, son apenas un grupo de funcionarios agobiados bajo la insoportable carga de un inabarcable trabajo burocrático. Y, en muy buena medida, deseosos de archivar las causas para aliviar la ingente tarea que los abruma.

         Es arduo espigar ideas concretas entre la neblina de la retórica oficialista. Sea como fuere, una de las inquietudes cruciales de los partidarios de la reforma deriva de la circunstancia de que el juez instructor, al mismo tiempo que investiga, deba ordenar los actos de investigación más invasivos de los derechos fundamentales, cuales los registros domiciliarios o las intervenciones telefónicas. Este supuesto problema, empero, nada tiene que ver con quién dirija la instrucción. Para solventarlo bastaría, como ocurre ya parcialmente en Francia, con situar al lado del juez instructor otro magistrado, éste de garantías, el cual autorice dichas diligencias especialmente intrusivas. Coexistirían, consiguientemente, dos jueces "de la" de la instrucción: uno investigador; otro de garantías.

         Por otro lado, se recela de los jueces-estrella, que habrían sido el producto de concentrar en manos de una sola persona un poder desmesurado. Llama la atención que la doctrina oficialista no se asuste cuando ese mismo poder se entrega al Fiscal General del Estado. De cualquier manera, otra vez Francia vuelve a despejar el enigma. En la nación gala se está prevista la creación de los "polos de instrucción", órganos colegiados de gran alcance territorial que dirigirán la investigación criminal. Los conformarían un agregado de magistrados nóveles y experimentales, para así conjugar juventud y veteranía.

         Por último, como se enseñaba en el referido curso oficial de magistrados, una porción de la doctrina rechaza el concepto de "imputación judicial". Esto es, se teme que el resultado de la instrucción condicione la sentencia final. Pues bien, si no se quiere que el órgano sentenciador acceda al expediente instructor, sería suficiente que no se uniera a los autos, sino excepcionalmente y por vía de testimonio, como ya sucede en el procedimiento del Jurado.

         El futuro es fácil de vaticinar, ya que el nueve proceso se asemejaría en algunos aspectos cruciales al ejemplo norteamericano. La investigación penal se desarrollaría extrajudicialmente, con lo que se agilizaría notablemente. Los sospechosos se verían constreñidos a llegar en la mayoría de los casos a arreglos prejudiciales con los fiscales, con lo que se dispararían las conformidades. Los delincuentes ricos, como es moneda común donde se ha politizado el ejercicio de la acción penal, gozarían de una ventaja desproporcionada. En palabras del abogado francés Robert Badiner, sería "le nerf de la guèrre" (el nervio de la guerra).

         Más de 1.400 jueces de toda España han firmado un Manifiesto por la despolitización de la Justicia donde alertan contra los peligros que implican los designios de atribuir la investigación penal al Ministerio Público. Ha sido un movimiento espontáneo, heredero de la rebelión informática del ocho de octubre. No esperemos que los escleróticos órganos institucionalizados vayan a mover un solo dedo contra esta sarta de despropósitos. El déficit democrático dentro de la judicatura española impide cualquier otra salida. Ahora bien, si los jueces callan, deberán hablar los abogados. Por la cuenta que les trae. Al fin y al cabo, todos estamos en el mismo bando de la lucha por la Justicia.

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