La Constitución Española de 1978 establece en su art. 1.1 que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Y continúa su apartado 2 “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Los poderes del Estado se concretan en el Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Éstos, a su vez están interrelacionados, aunque manteniéndose la separación que desde 1748 con Montesquieu se instauró, garantizándose así la más adecuada división del poder.
Pero estos poderes no pueden, por el simple hecho de serlo, actuar con una independencia tal que haga imposible el control por los demás poderes. Es el concepto que se conoce como check and balances, o teoría de los pesos y contrapesos. Mediante este inteligente sistema se garantiza un control institucional entre los poderes del Estado, de manera que cada uno tenga que rendir cuentas de una manera u otra, por sus actuaciones, ante los demás.
Últimamente se ha estado cuestionando la legitimidad del Tribunal Constitucional para revisar un estatuto de autonomía, en base a que había sido aprobado por el parlamento autonómico, referéndum de los ciudadanos y por el poder legislativo del Estado, las Cortes Generales. Parece que a los pensantes de tales argumentaciones se les ha olvidado el artículo 161.1 a) de nuestra Carta Magna, el cual establece que "el Tribunal Constitucional tiene jurisdicción en todo el territorio español y es competente para conocer […] del recurso de inconstitucionalidad contra Leyes y disposiciones normativas con fuerza de Ley…". Esta es una de las principales funciones del propio Tribunal Constitucional como garante de la constitucionalidad de las normas emanadas del poder legislativo. En este mismo sentido establece el art. 1.1 de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional que "el Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales y está sometido sólo a la Constitución y a la presente Ley Orgánica".
Del tenor de estos preceptos puede desprenderse de forma clara la finalidad que tuvo la creación del Tribunal Constitucional, como máximo intérprete y garante del orden constitucional. Y es que, sin estar integrado en el propio Poder Judicial de la forma en la que lo están los demás órganos jurisdiccionales, lo cierto es que ejerce un control sobre la actividad legislativa estatal, evitando así que maniobras políticas, en principio legítimas, puedan vulnerar nuestra Ley Fundamental. Ello, por supuesto, entre otras de las funciones que tiene encomendadas en relación con el control de constitucionalidad.
Siendo así, no puede entenderse cómo se llega a poner en entredicho la posibilidad del Tribunal Constitucional de ejercer un control de constitucionalidad de una Ley, aún siendo de naturaleza Orgánica por el objeto que regula, ya que negarle tal función sería como dejar desprovisto de escudo al soldado. Y es que una Ley, por el simple hecho de serlo, no deja de ser una norma que emana de uno de los poderes del Estado en nombre y representación del pueblo. Y este poder, por su propia configuración, está formado por representantes del pueblo que deben ser objeto de control por parte de algún órgano constitucional, ya que en caso contrario se estaría dando carta blanca a un poder estatal, reduciendo por tanto la división de poderes a uno solo, concepción del Estado que hace años ya se abandonó.
Otra cosa será la composición del Tribunal Constitucional y la forma de elección de sus miembros, materia en la cual existen grandes diferencias de opinión entre la doctrina, llegándose a veces incluso a dudar del grado de politización que puede llegar a alcanzar un órgano constitucional de tal magnitud, garante de la Constitución y de la adecuación de la actuación de los poderes públicos a la misma, aspecto bien distinto al que nos ocupa aunque en cierto sentido también relacionado con él. Pero esto sería objeto de un debate distinto al presente.
Esta legitimidad que ostenta y la propia existencia del Tribunal Constitucional en nuestro actual Estado de Derecho son imprescindibles, ya que podría plantearse la cuestión ¿Es justa una ley, por el simple hecho de serlo y de emanar de las Cortes Generales, las cuales tienen el respaldo del pueblo español por haber sido votado por éste? La pregunta no resulta baladí, más aún si tenemos en cuenta sucesos acaecidos a lo largo de la historia que demuestran el gran error en que se incurre al creer que una ley, por el simple hecho de serlo, es justa. Cabe preguntarse entonces, ¿qué ocurriría si toda norma, respaldada por el pueblo y las Cortes Generales, comenzara a ir contra los principios básicos establecidos en nuestra Constitución? La respuesta es clara, ya que nos encontraríamos ante una grave situación en la que el sistema de checks and balances estaría perdiendo su razón de ser, y eso es algo que no puede permitirse. Dar a las Cortes Generales la posibilidad de aprobar una norma que, sin intención de serlo en todo caso, fuera contra los principios básicos de nuestro Estado, sería como volver a los enunciados de Kelsen según los cuales no existe más norma que la emanada del Estado, positivismo jurídico que no en todo caso respeta los mínimos de justicia que toda organización social moderna debe respetar y velar por ellos.
El Derecho de un Estado no puede reducirse a un positivismo arbitrario, ni a un positivismo sin control por parte de ningún órgano del Estado cuya principal misión sea salvaguardar los principios mínimos sobre los que se construye. El valor Justicia debe ser el principal objetivo de las Ciencias Jurídicas, y por tanto el Derecho moderno debe ser un Derecho plural, garantizando un pluralismo jurídico que tenga en cuenta todos los intereses en juego pero siempre dentro de unos límites, que unas veces vendrán impuestos por la propia Constitución y otras veces por el propio orden social, que así lo puede exigir. Pero, si bien los límites del orden social serán exigidos por los propios ciudadanos, por ejemplo a través de huelgas y manifestaciones, cuando aprecien que se están vulnerando los principios de justicia e igualdad, los límites impuestos constitucionalmente deberán ser también exigidos por parte de alguna institución que vele por ellos y por las libertades, garantías y derechos otorgados por la Constitución. Y este órgano debe ser, sin duda alguna, el Tribunal Constitucional.