La recientemente aprobada Ley de Medidas de Agilización Procesal es una nueva ocasión perdida para reformar seriamente el sistema de recursos en materia contencioso—administrativa. Es lamentable observar cómo prevalecen las razones coyunturales de orden práctico sobre los planteamientos rigurosos que atacan directamente las raíces del problema. En el año 1992 se introdujo en el ámbito contencioso— administrativo el recurso de casación al tiempo que se liquidaba el sistema tradicional de doble instancia, que hoy solo pervive en algunos de los asuntos de menor importancia de que conocen los juzgados de lo contencioso—administrativo. La casación sustituyó la doble instancia sin tener en cuenta que se trata de recursos de naturaleza muy distinta que no son intercambiables entre sí.
Ahora seguimos en las mismas. Nadie duda de que son excesivos los asuntos que llegan al Tribunal Supremo, la calidad de cuyas sentencias y de su tutela judicial se resiente notablemente por el número de recursos que debe resolver. La ley de agilización de la justicia trata de afrontar este problema con el cómodo y poco imaginativo remedio de elevar la summa gravaminis. A partir de ahora, solo accederán a la casación los asuntos de cuantía superior a 600.000 €.
En materia tributaria esto puede significar el fin de la casación ordinaria. Muy pocos recursos tendrán acceso al Alto Tribunal porque, por regla general, la cuantía del recurso viene determinada por la cuota, y cuotas de este calibre solo suelen encontrarse en el ámbito de las grandes empresas. El resto de los ciudadanos tendrá que conformarse con la prestación mínima que, en materia de tutela judicial, ofrece el Estado: que su caso sea revisado por un tribunal en única instancia.
La esencia de la casación no reside en la importancia económica de los asuntos tratados. La casación es un recurso extraordinario que nació como un control político del legislador sobre los jueces y que hoy está llamado a desempeñar, además de una función nomofiláctica, el papel fundamental de la unificación de jurisprudencia en todo el territorio nacional (o en el ámbito autonómico cuando se trata de aplicar normas territoriales). Entiendo que es preciso limitar la carga de trabajo del Tribunal Supremo, pero el listón lo debe marcar la necesidad de crear jurisprudencia y no la de resolver casos de mayor o menor cuantía. El interés casacional debería ser el único criterio para abrir las puertas al recurso de casación. Los Estados Unidos, cuyo Tribunal Supremo padeció el mismo problema de exceso de trabajo a finales del siglo XIX, implantó el writ of certiorari, que permite a dicho tribunal seleccionar discrecionalmente los casos que merecen su atención.
Reconducido del recurso de casación a sus justos límites, sería necesario -desde mi punto de vista- generalizar la doble instancia mediante una nueva distribución de competencias en la que podría darse entrada a las Audiencias Provinciales. Mejor aún sería crear una jurisdicción especializada en materia tributaria que podría asumir algunas funciones de los tribunales económico- administrativos en aquellos casos en que la intervención de estos últimos es realmente un obstáculo para obtener justicia.
La doble instancia solo es constitucionalmente preceptiva en materia penal, pero las mismas razones por las que es necesaria en este ámbito se podrían trasladar a la materia tributaria. El hecho de que los tributos no sean un castigo, sino un deber fundamental no obsta para que el Derecho tributario sea un derecho de injerencia del que se derivan importantes restricciones a la libertad de los ciudadanos. No se debe privar a los contribuyentes de la posibilidad de que se corrijan en una segunda instancia los errores en que pueden incurrir los jueces. En este caso sí puede tener sentido limitar, en función de la cuantía, el acceso a la apelación.
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