Los clientes me dicen muchas cosas. Algunas buenas, otras no tanto. Así es esta profesión. Cuando uno de nosotros gana, otro pierde. Aunque los dos tengamos razón (cosa que ocurre más a menudo de lo que la gente cree). Pero si hay algo que escucho repetidamente en mi despacho desde que comencé a compaginar la abogacía con la escritura es esto: “Seguro que escribir novelas es mucho más bonito que redactar demandas”. Yo suelo contestarles que cada labor tiene sus cosas; que la vida de escritor no es solo bohemia y glamour, ya que hemos de bregar con un mercado despiadado e incierto; y que la de abogado –como todas las vidas– también puede resultar de lo más bella e inspiradora.
"¿Bella e inspiradora -saltan los clientes con gesto de incredulidad-, hablas en serio?" Y yo me limito a asentir. Es normal que piensen así, ya que ven nuestro trabajo a través del velo de sus conflictos. Para muchos de ellos somos un especie de carroñeros que dispensamos minutas en mitad de la desolación de sus testamentarías, de la angustia de sus despidos, de la frustración de sus divorcios. Por ello es entendible que no encuentren una pizca de belleza en esos escritos que tanto nos esforzamos en redactar, dejándonos la piel fuera de horas tratando de lograr la resolución más favorable. Lo que ya no es tan entendible es que seamos nosotros mismos quienes contemplemos nuestra labor a través de ese tamiz de color gris. Que levante la mano quien no haya pasado más de una vez por esos momentos de bajón. El caos de este micro-universo de sentencias discutibles y ejecuciones interminables nos arrastra de aquí para allá y nos hace olvidar nuestro propósito, ese porqué que nos empujó a estudiar una carrera y a abrirnos camino en el duro escenario del ejercicio. Cuando esto ocurre, entramos en declive. Empezamos a dejar de dar lo mejor de nosotros mismos.
"Quiero ser abogado"
¿Conoces la historia de Deng Adut? Este miembro de la tribu Dinka nació hace treinta y ocho años en una aldea de Sudán del Sur. Su familia regentaba una granja de plátanos. Todo iba bien hasta que una banda de criminales lo secuestró para convertirlo en niño soldado. Lo hicieron caminar hasta Etiopía durante semanas, un periplo en el que fallecieron varios de sus amigos. Fue obligado a luchar con el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán, donde le lavaron el cerebro a base de khat, la droga más popular en el Este de África, le colgaron un AK-47 y le obligaron a participar en todo tipo de atrocidades. Cuando tenía doce años fue herido de bala en los testículos y en la espalda. Poco después, su hermano -y ángel de la guarda- consiguió sacarlo de aquel infierno en un camión, escondido bajo sacos de maíz. Llegó a un campo de refugiados de Kenia y, de allí, lo enviaron a Australia. Una vez en las antípodas declaró: "Quiero ser abogado". Tenía el firme propósito de defender los derechos de aquellos que, como él, estaban desprotegidos. Aprendió inglés viendo la tele. Trabajó cosiendo alfombras y montando metalistería mientras cursaba los estudios básicos. Y por fin llegaron las becas. Graduado en Derecho y máster en internacional y en un equivalente a nuestro derecho penal, ejerció por cuenta ajena hasta que montó su propia firma. Deng acaba de ser galardonado por la Law Society of New South Wales y nombrado australiano del año.
La historia cotidiana de todo letrado de capital o provincias es igual de inspiradora. Lo es luchar contra los plazos a costa de nuestra salud mental; y también el hacer una broma sutil a un cliente para que se sienta mejor; y el darle una buena noticia (¡Hemos ganado!) u otras no tan buenas con compasión y responsabilidad, asumiendo nuestra parte de culpa. Tal vez no hayamos sido niños soldado, pero libramos batallas todos los días para salir adelante y resolver los problemas de otros, intentando que, cuando menos, los malos tragos les resulten más llevaderos. Esto es tan romántico como escribir literatura. Al fin y al cabo, somos los protagonistas de nuestra propia novela vital. Esa que redactamos con cada recurso de veinte folios y también con cada escrito de mero trámite. Y la novela vital de todo abogado con una placa en el portal es digna del mejor bestseller de John Grisham.
Ahora que empieza un nuevo año (estoy escribiendo estos párrafos al poco de sonar las campanadas), cuando nos descubramos mirando la profesión a través del velo gris del hastío, pensemos en Deng Adut y su firme propósito… Y también en el nuestro. Porque apuesto a que todos los que un buen día empezamos a ejercer lo hicimos por un motivo que iba más allá de las minutas. Éstas son necesarias para pagar las facturas, pero no son nuestro porqué. A buen seguro que, cuando llegue el último día, no nos acordaremos de la cuenta corriente ni de las medallas, sino de aquellos momentos en los que pusimos nuestras fortalezas al servicio de los clientes, con entrega unidireccional, más allá de resultados e incluso más allá de su reconocimiento o aplauso. Eso es inspirador. Eso es bello.
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