La familia está de suerte. Bien es verdad que el art. 39 de la Constitución ordena que se la proteja. Pero no por eso deja de ser menos encomiable la preocupación gubernamental por actuar en su defensa. Es cierto que algunos sectores conservadores han acogido con censura la evanescencia del matrimonio tras su nueva regulación que permite la disolución unilateral sin causa alguna, incluso a iniciativa de aquel que incumple el contrato. Y es más, permite que el incumplidor obtenga en recompensa una pensión compensatoria, la mitad de los bienes ganados por el otro y el uso indefinido y gratuito de la vivienda familiar, propiedad del en otro tiempo llamado “cónyuge inocente”. Pero eso sí, este derecho no es incondicional: la disolución no se puede solicitar hasta tres meses,
Por otra parte, hay que reconocer que el matrimonio ha quedado algo enrarecido, extendiéndolo a la unión de personas del mismo sexo, y luego, dando prioridad para determinar éste, al psicológico frente al anatómico y al cromosómico, físcos y constatables. Ahora hay que ver el DNI.
Pero el legislador resiste impávido el clamor general de que el problema más grave para padres e hijos menores, cuyo interés se esgrime como justificante de todo, sin verificar si es real o no, consiste en la regulación del destino de la vivienda familiar tras la ruptura. Cataluña y Aragón han mejorado la regulación de su uso y de su posible venta, y a ellas van a seguir otras Comunidades. No obstante el legislador ha dado pruebas de su desinteresada y nada electoralista actividad, al dictar dos disposiciones para salvar a la familia.
La primera es atender las pocas discrepancias en el orden de los apellidos de los hijos – de los primeros, porque los otros tienen que seguir el del primogénito. Este problema, que algunos creían prácticamente resuelto con la doble posibilidad de cambiar el orden, la de los padres y la de los hijos a su mayoría, salta a la palestra legislativa y para poner orden a esta desigualdad, sancionada por la costumbre – que es fuente de ley -, se acude al orden alfabético. Claro está que el firmante, que milita en la última letra del alfabeto, se rasga las vestiduras para tan clara desigualdad.
La segunda se mueve en el tema polémico de la custodia de los hijos, en el que se da la espalda al enjuiciamiento particular y singular. Para que los jueces no tengan que devanarse los sesos, conscientes del lento funcionamiento de la Justicia y de la lentitud de los juicios rápidos, quiere imponer que si hay atisbos – no condenas siquiera – de violencia horriblemente llamada de "género", imperativamente se debe privar de la custodia de los hijos al supuesto autor. El Superministro del Interior justifica esta singularidad en la primacía del "interés del menor" – no hace falta comprobarlo, se supone que esta ínsito en el alejamiento de su padre – sobre ese precepto, siempre ingrato para las fuerzas públicas, de la presunción de inocencia, vieja piedra angular de la democracia.
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