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La necesidad de un protocolo familiar jurídicamente vinculante

Doctor en Derecho. Director en el área de litigación y arbitraje de Ceca Magán Abogados. Profesor colaborador de la UOC

Antonio Valmaña

El protocolo familiar nació en Estados Unidos durante las dos últimas décadas del siglo XX y lo hizo en el seno de las ciencias empresariales y no en el de las jurídicas. Como consecuencia probablemente de este origen, no siempre se ha entendido como un documento estrictamente jurídico, sino que se impregnó rápidamente de la dialéctica propia de lo empresarial y ha resultado ciertamente difícil reconducirlo hacia lo jurídico, lo cual ha dificultado sobremanera confeccionar protocolos verdaderamente útiles para las familias empresarias que los otorgaban.

Esta tendencia se ha notado también en nuestro país, donde los primeros autores que han estudiado el protocolo lo han hecho desde un prisma muy poco jurídico, centrándose más en los llamados aspectos morales del protocolo (historia de la empresa, valores, filosofía) que en los jurídicos (reglas a aplicar para regular las relaciones entre familia y empresa)[1]. Y de hecho, no ha  sido hasta la promulgación del Real Decreto 171/2007, de 9 de febrero, cuando se ha incorporado a nuestro ordenamiento una definición legal del protocolo, entendido como "aquel conjunto de pactos suscritos por los socios entre sí o con terceros con los que guardan vínculos familiares que afectan una sociedad no cotizada, en la que tengan un interés común en orden a lograr un modelo de comunicación y consenso en la toma de decisiones para regular las relaciones entre familia, propiedad y empresa que afectan a la entidad" (artículo 2.1).

Resulta obvio que en el proceso de negociación que debe llevar al otorgamiento del protocolo, siempre resultará mucho más difícil consensuar las reglas que los principios: en relación al ejemplo anterior, a cualquiera le parecerá bien declararse comprometido con la empresa, pero tal vez no todos quieran renunciar a oportunidades de negocio fuera de la misma. No obstante, y como resulta también obvio, es la norma el contenido que tendrá auténtico efecto sobre la organización de la empresa y de las relaciones entre ésta y la familia.

En consecuencia, es necesario que el protocolo incida mediante reglas vinculantes, con sus correspondientes consecuencias penales si es preciso, que obliguen a los socios familiares a actuar de una determinada manera en sus relaciones con la sociedad. Lo que de verdad nos interesa es un protocolo como "negocio jurídico"[2], no como mera declaración de principios. Dicho de una forma sencilla: el protocolo familiar es un contrato, teniendo por tanto, entre sus firmantes, la fuerza de ley entre las partes prevista por el artículo 1.091 del Código Civil.

Y es que todos los elementos a abordar en el protocolo, más allá de que se tiñan de una mayor o menor literatura empresarial, tienen una marcada vertiente jurídica y son, por tanto, susceptibles de ser reglamentados. Se trata de los siguientes:

 

  1. Regulación de la propiedad de la sociedad: el objetivo principal es, en este caso, que la empresa siga siendo familiar, es decir, que su capital social permanezca en manos de familiares.
  1. Régimen del trabajo en la empresa: se trata de articular la forma en que los miembros de la familia pueden acceder a puestos de trabajo en la sociedad, mediante una relación laboral.
  1. Política económica y de retribuciones: conjugar los intereses y aspiraciones de los familiares con las posibilidades de la empresa buscando, además, no crear agravios comparativos con los profesionales no familiares.
  1. Gobierno de la empresa: organización de la administración de la sociedad y, si los hay, de los órganos ad hoc propios de la empresa familiar, como el Consejo de Familia.

Cada uno de estos grandes principios u objetivos debe reposar, necesariamente, sobre reglas vinculantes que permitan que el interés común mostrado por los socios familiares a la hora de otorgar el protocolo se traslade a la realidad de la empresa. Así pues, respecto a la primera de las cuestiones expuestas, la regulación de la propiedad de la sociedad, es imprescindible que el protocolo establezca restricciones a la transmisibilidad de acciones o participaciones para asegurar que se mantiene el carácter intuitu personae de la empresa.

Por ello, aparte de apostar ya inicialmente por la sociedad de responsabilidad limitada como tipo más adecuado para la articulación de la empresa familiar, por cuanto es una sociedad de carácter cerrado frente a la sociedad anónima, de carácter eminentemente abierto, es preciso cerrar más todavía esa sociedad cuando reviste carácter familiar, valiéndose para ello del ámbito de autonomía de la voluntad en la configuración estatutaria[3]. Esto podrá conseguirse mediante cualquiera de las posibilidades de cláusulas restrictivas que contempla nuestro ordenamiento: entre otras, autorización, adquisición preferente, retracto, u obligación de enajenar, optando en cada caso por aquélla o aquéllas que mejor respondan a las necesidades concretas de la sociedad.

Por lo que respecta al trabajo en la empresa, será necesario que el protocolo establezca unas condiciones determinadas para el acceso de los miembros de la familia. De entrada, cabe destacar que esas condiciones deben obedecer más a criterios empresariales que familiares, siendo preciso por tanto que los familiares que accedan a trabajos en la sociedad ofrezcan un nivel técnico adecuado al del mercado.

En estrecha relación con lo anterior, es preciso también que el protocolo aborde la política retributiva anteponiendo los intereses sociales a los familiares. Así, la retribución de los miembros de la familia -que puede venir también por la vía de los dividendos, para quienes sean socios o accionistas- debe encajar de forma lógica en el cuadro retributivo global de la empresa.

Finalmente, por lo que respecta al gobierno de la empresa, el protocolo debe prever también una fórmula de administración que permita asegurar una buena gestión social que, por otro lado, bien puede representar los equilibrios dentro de la familia. Por ello, un consejo de administración puede representar las diversas corrientes de familiares y, sobre todo, es recomendable que incorpore consejeros independientes que sean ajenos a la familia. Asimismo, puede preverse la creación de los llamados órganos ad hoc propios de este tipo de mercantiles: la asamblea familiar y el consejo de familia. Su existencia denotará, por sí misma, que la empresa familiar ha alcanzado un importante punto de madurez[4].

Es necesario que la familia empresaria que aborda la elaboración de un protocolo sea consciente de los problemas que va a encontrar y los afronte abiertamente. Y es que de nada le servirá el consenso general alrededor de manifestaciones morales ("todos velaremos por el interés de la sociedad") si no se sostienen sobre reglas vinculantes ("no se repartirán dividendos durante los primeros cinco años").  Evidentemente, no siempre será fácil que los intereses de todos los socios familiares coincidan, por lo que el pacto puede resultar difícil de alcanzar, pero esa ardua negociación no debe amedrentar a la familia empresaria. Al contrario, debe alentarla, porque esa misma dificultad es la mejor muestra de la previsible efectividad que tendrá la norma acordada.



[1] Por todos, GALLO, M.A.: "Estructura y contenido de los protocolos familiares", en AMAT, J./CORONA, J.: El protocolo familiar, Deusto, Barcelona, 2007.

[2] FERNÁNDEZ DEL POZO, L.: El protocolo familiar, Thomson Civitas, Cizur Menor, 2008, pág. 46.

[3] PERDICES HUETOS, A.: Cláusulas restrictivas de la transmisión de acciones y participaciones, Civitas, Madrid, 1997, pág. 43.

[4] SÁNCHEZ GIMENO, S./CUESTA LÓPEZ, V.: "El gobierno de la sociedad limitada familiar", en GARRIDO DE PALMA, V. (dir.): Estudios sobre la Sociedad de Responsabilidad Limitada, Thomson Civitas, Madrid, 2004, pág. 165.

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