El debate sobre la bondad de las normas reguladoras del despido no sólo es relevante y duradero, sino también intenso y difícil; la entidad de los bienes y derechos en presencia, la heterogeneidad de las opciones enfrentadas, las condicionantes subjetivas o la imposibilidad de reducirlo a un problema académico explican que así sea.
Cuando la discusión se adentra en razonamientos de corte jurídico debe exigirse una mayor finura que si permanece en el terreno de lo económico, de lo político o de lo sociológico; seguramente, en tal caso todo parece más tedioso y técnico, menos directo y vivo. Pero, se defiendan postulados continuistas, reformistas o rupturistas, a este tipo de discurso hay que exigirle un rigor y conocimientos mínimos, una exposición razonada y documentada. Para contribuir, aunque muy modestamente, a que así sea, vale la pena recordar alguna sentencia reciente de los Grandes Tribunales.
Nuestro Tribunal Supremo acaba de advertir que cuando la empresa pone en práctica determinado tipo de despido hay que enjuiciarlo desde tal óptica, pues lo contrario supondría un cambio del objeto del proceso; se suma ese criterio al de que los despidos colectivos son tales cuando afectan a un porcentaje importante de trabajadores del total de la empresa, sin que sea acertado medir el impacto a nivel de centro de trabajo.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos acaba de llamar la atención sobre la vulnerabilidad que tienen los árbitros designados por asociaciones patronales o por sindicatos, de modo que esa posible sensibilidad a las presiones externas les hace poco idóneos cuando se trata de resolver litigios tan emblemáticos como los de despido.
Por su lado, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha dictado tres sentencias relevantes en la materia. La primera de ellas (condenando a Italia) advierte que cuando una empresa está en situación de crisis (concurso) y se transmite también han de garantizarse los derechos de los trabajadores, sin que ese dato pueda configurarse como causa autónoma para extinguir los contratos de trabajo. La segunda admite que los trabajadores afectados por un despido colectivo no puedan accionar cuando ni sus representantes ni ellos manifestaron oposición en la fase previa de información y consulta; «no vulnera el principio de tutela judicial efectiva» la Ley estatal en la que se fijan requisitos y límites al derecho individual en cuestión. La tercera precisa que cuando opera un grupo de empresas (sociedad matriz y filiales) la obligación de consulta con los representantes de los trabajadores en cada filial sólo surge si se contempla la adopción de despidos colectivos en ella.
Por descontado, no se trata de cuestiones que deban preocupar a la opinión pública o que incidan de forma directa en el debate acerca de si se debe reformar o no el régimen del despido (tanto disciplinario como económico); lo que se trata de advertir es que, en paralelo con ese plano de mayor visibilidad e intensidad dialéctica, los juristas debemos cultivar el terreno de la discusión microscópica , de los temas refinados. La atención a la trastienda no debe servir para ignorar cuanto ocurre en la botica o se expone en la vidriera sino, más bien, para alcanzar una visión integral y contextualizada de lo que sucede en cada uno de los escenarios.
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