
Más de diez mil años parecen no haber sofocado el deseo palpitante del ser humano por una vida nómada. Una vez nos vinculamos a la agricultura, nuestra realidad se enraizó sobre dos premisas: territorio y comunidad. Un paradigma localista que lejos de ser el fin de la historia, hoy parece transitar con velocidad hacia una vida marcada por la posibilidad de (volver) a comenzar.
Todo lo sólido se desvanece en el aire […], se lee primero en el Manifiesto Comunista, pero fue Zygmunt Bauman quien acuñó el término Modernidad Líquida en el año 2000 para describir a una sociedad en liquidez. La visión de una era marcada por la exigencia de la renovación, insatisfecha, fugaz y con un punto banal, seducida permanentemente por la novedad y cuya volatilidad alcanza a todas las capas de la sociedad: en el terreno personal, en la agenda política, en el mundo laboral.
Un nuevo ciclo innovador que se aleja de los límites locales gracias a la tecnología, y que pone el foco en la persona como objeto de consumo y a la cultura del desarrollo personal como palanca de cambio; porque en un mundo efímero, el conocimiento y la valía son también transitorios, la identidad se precariza, y la realidad parece virtualizarse poco a poco.
La lucha por la supervivencia ya no es tangible: ni hay mamut ni hay sequía; el excedente es la habilidad caduca y el residuo, la persona que se queda quieta. Bien pensado, tal vez no haya tanta diferencia entre aquellos primeros humanos y nosotros.
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