El pasado 12.05.2020, además de todas las decisiones sobre el virus Corona-19 el Consejo de Ministros ha aprobado el Proyecto de Ley por el que modifica la Ley General Tributaria para la transposición de la Directiva europea conocida como DAC 6. Con ello abre el paso a la limitación del secreto profesional de asesores, abogados y profesionales encargados de la gestión fiscal de patrimonios y empresas. En él se la obligación de informar, mediante declaración, de aquellas operaciones fiscales agresivas, si bien únicamente afectará a aquellas que se realicen en el ámbito internacional. La diferencia es curiosa pero inexistente para otros delitos: los asesinatos no tienen excepciones si se ejecutan en el ámbito nacional.
No es malo el último martillazo a la hora de la forja, pero en no pocos casos era innecesario. Para el objetivo acabar con esa lacra antisocial de los delitos de fraude y la elusión fiscal el ordenamiento jurídico ofrece elementos suficientes para su persecución, si se quiere llevar a cabo en vez de promoverlas con amnistías fiscales fraudulentamente legalizadas. Los intermediarios fiscales (asesores, abogados, gestores administrativos o instituciones financieras) son coautores tal y como los define el art. 28 CP: “También serán considerados autores: a) Los que inducen directamente a otro u otros a ejecutarlo. b) Los que cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado “pues sin esa asesoría el fraude no se hubiera podido llevar a cabo”, que en estas asesorías no se sabe quién existió antes si el huevo o la gallina.
Si el delito exige el animus doli, ya los jurisprudentes romanos admitieron el damnum iniuria datum como parte de la actio legis Aquiliae en el caso de daños por negligencia para terceros, en este caso el fisco, es decir, todos los demás ciudadanos. El art. 6.4 CC tipifica como fraude de ley a los "actos realizados al amparo del texto de una norma que persigan un resultado prohibido por el ordenamiento jurídico, o contrario a él" y añade que "no impedirán la debida aplicación de la norma que se hubiere tratado de eludir". Incumplir lo que exige el art. 7.1 CC: "los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe" ya implica un cierto “animus doli”. En cualquier caso obliga a aplicar lo que exige el art. 7.4CC: "La ley no ampara el abuso del derecho o el ejercicio antisocial del mismo. Todo acto u omisión que por la intención de su autor, por su objeto o por las circunstancias en que se realice sobrepase manifiestamente los límites normales del ejercicio de un derecho, con daño para tercero, dará lugar a la correspondiente indemnización y a la adopción de las medidas judiciales o administrativas que impidan la persistencia en el abuso."
Identificar el fraude de ley no es tan difícil. Pero no cabe privar al profesional del derecho al "sigilo profesional" si se le permite defender a un delincuente sabiendo que es un asesino, un pederasta o un proxeneta, por citar sólo algunos delitos execrables. La vieja ley del Talión "qui percusserit ferrum ferro perit" ofrece una solución respetuosa: una sanción económica y unas penas de cárcel elevadas, pero sobre todo unos plazos de prescripción prolongados hasta niveles que disuadan la comisión de un delito casi siempre impune por vía procesal, constituyen el procedimiento correcto.
El problema del fraude de ley reside en la educación que recibe la ciudadanía sobre todo la educación religiosa ha hecho una daño, o un beneficio, tremendo configurando así a los comportamientos de distintos pueblos. Eso es algo que estamos viendo en relación con la pandemia que sufrimos. En algunos países el Gobierno se ha limitado a recomendar comportamientos; la sensatez de los ciudadanos ha puesto el resto de forma racional y responsable. En otros, como el nuestro, simultáneamente se ataca al gobierno por imponer el Estado de alarma, por haberlo impuesto demasiado tarde y por empeñarse en continuarlo, a la vez que el número de incumplimientos es generalizado hasta unas cuantías que da pena en el sentido original del término, es decir, vergüenza.
Tenía 10 años, el cura de religión nos explicaba el contenido de los pecados; allegar al mandamiento de no robar dijo que el fraude fiscal era pecado venial porque dividiendo todo lo robado entre los 40 millones de españoles, que más o menos éramos entonces, la cuantía alcanzaba sólo a unos pocas pesetas per capita. Un atento e ingenioso compañero, no recuerdo su nombre, ¡y bien que lo siento!, dijo: “pero para mí una peseta es mucho dinero; y para un pobre todavía más”. Tenía toda la razón. El cura siguió defendiendo la venialidad del fraude fiscal: “bueno, lo que yo digo es en términos estadísticos”. ¡Cinco sílabas!, el significado de esa palabra excedía nuestra comprensión, pero nuestro compañero tenía razón. De esos polvos vienen estos lodos. Hay países cuya historia ha hecho que el ciudadano confíe en el gobierno, aun si no lo ha votado. Aquí, si lo hemos votado aún nos consideramos con más derecho para desconfiar de él. De esa “Educación para la convivencia” vienen estos lodos.
Para determinar la cuantía de la sanción por fraude fiscal, toda sanción tiene carácter disuasorio, debe tomarse como referencia cuantitativa el daño que sufre el más pobre de los ciudadanos en proporción a su patrimonio si se le condena por la más ligera desobediencia a la autoridad, otro delito contra el Orden Público. Ese elemento de disuasión para el ciudadano ordinario que es “casi un incentivo” para el que es rico y creso o, simplemente, “chulo”. Cuando existía la sanción por “desacato al tribunal”, en sede judicial la víctima, el acusador, dijo del acusado: “este señor es un hijo de puta”. Su señoría dijo “25 pta de multa por desacato al tribunal”. La víctima, perpleja un instante, reaccionó inmediatamente; saco veinte duros del bolsillo y los puso sobre la mesa: “aquí se los dejo, pero este señor es un hijo de puta, un hijo de puta y un hijo de puta”. Florecieron disimuladas sonrisas en la audiencia. Su Señoría prefirió no entrar en la puja de la sanción. Hizo bien.
Y así, sin más recordemos a Gracián: “no es mejor príncipe el que procura nuevas leyes sino el que se aplica a que se cumplan las existentes”.