(Una reflexión aséptica sobre nuestro sistema en el momento actual)
La separación de poderes es un clásico. Se trata de un concepto que, aunque sujeto a discusión en cuanto a su adaptación a los tiempos, es fácilmente perceptible y que resulta, en cuanto a su esencia, asequible.
A su significado y a su necesidad se llega, de una forma general, sin grandes esfuerzos. Su sentido se alcanza por intuición. El hecho de que no nos encontremos ante un modelo uniforme y único, al presentar diferentes configuraciones en los diferentes sistemas jurídicos, en modo alguno impide aprehender la utilidad en modelos sociales que se constituyen y asientan en los derechos fundamentales de las personas, y que propugnan como valores superiores de su ordenamiento jurídico, como es nuestro caso, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Lo esencial es la construcción (como constitución) de un sistema que permita garantizar los derechos fundamentales y las libertades públicas que, reconocidos en la norma fundacional del Estado, vinculen a todos los poderes públicos, de manera que todos ellos, tanto los ciudadanos como esos poderes públicos, queden sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.
Separación de poderes, en cuanto potestades, que se configuran en torno al esquema tradicional. En nuestro caso las Cortes Generales, el Gobierno (y la Administración) y un Poder Judicial. Sistema que no se agota en esa configuración clásica, al haberse incorporado otros elementos básicos como son el Tribunal Constitucional o el Defensor del Pueblo.
A cada uno de esos poderes, o instituciones del Estado, se les atribuye una serie de funciones, como competencias propias, funciones que necesariamente se entremezclan para conformar un sistema. Se entremezclan pero sin llegar a confundirse. Porque cada poder del Estado tiene las suyas, algunas de las cuales son, precisamente, vigilar a los otros en beneficio de las personas.
Y aunque parezca vano nos encontramos en momentos en los que resulta necesario recordar la existencia de esa distribución de funciones, así como de los principios de funcionamiento que, como deberes esenciales, han de cumplir cada uno de esos poderes respecto de los otros.
En nuestro sistema democrático los ciudadanos eligen a sus representantes a través de un sistema que parte del pluralismo político como valor superior de un Estado social y democrático de Derecho. Representantes que no estarán ligados por mandato imperativo (es decir, ni lo están ni pueden estarlo). Representantes que tienen como misiones fundamentales ejercer la potestad legislativa del Estado (puesto que nuestra configuración lo es como estado autonómico), aprobar los Presupuestos y controlar la acción del Gobierno, puesto que previamente han elegido al Presidente del Gobierno y tienen la correlativa facultad de destituirlo mediante un sistema constructivo que une esa revocación con el nombramiento de un nuevo Presidente.
Presidente del Gobierno que es quien nombra (y separa de su cargo) a los ministros, con los que conforma ese órgano colegiado al que se atribuye la función de dirigir la política interior y exterior, la Administración civil y militar, la defensa del Estado, así como ejercer la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes. Y es a ese Presidente del Gobierno al que se le confiere la facultad, previa deliberación del Consejo de Ministros, y bajo su exclusiva responsabilidad, de proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales (lo que no podrá hacer cuando esté en trámite una moción de censura).
Relación entre poder legislativo y ejecutivo que ocupa un buen puñado de preceptos de nuestra Carta Magna.
A su lado, el Poder Judicial, como poder al que se le encomienda administrar Justicia por medio de jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley. Y cerrando ese círculo, el Tribunal de Cuentas y el Tribunal Constitucional.
Estas son las piezas que configuran el sistema y las que, adecuadamente situadas y mediante un funcionamiento ordenado, esto es, el previsto para cada una de ellas, garantiza el propio funcionamiento del sistema.
Pero para que el sistema funcione es necesario que las piezas se encuentren colocadas y ordenadas, como en el mecanismo de un reloj. Por eso es un sistema y no una caja de piezas de recambio.
El Parlamento tiene que legislar y, como primera norma, resulta necesario aprobar las cuentas públicas que constituyen el mandato al Gobierno para ejecutar esa acción política. Por su parte, el Gobierno tiene que administrar sin entrar en labores legislativas que no le corresponden. Y a ninguno de ellos les corresponde ni Administrar Justicia ni interpretar la Constitución.
Es necesario que las Instituciones del Estado respeten las competencias de las otras. Y que lo hagan, de forma real, como manifestación del principio, también esencial, de lealtad institucional. Principio que se constituye en el aceite, incluso en grasa, que permite que las diferentes piezas del sistema trabajen, unas con otras, con el mínimo desgaste y sin destruirse.
Lealtad institucional como esencia de un sistema que solo se entiende desde el servicio a los intereses generales y los derechos de quienes integran la sociedad.
Lo demás es retroceder y negar a las generaciones venideras la posibilidad de recibir una sociedad, como sistema de convivencia, más equitativa, más libre y más justa.
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