“Gallia est omnis divisa in partes tres”, empezaba diciendo Julio César en “La Guerra de las Galias”. Y continuaba diciendo: “quarum unam incolunt Belgae”. Dos mil años después, no sólo Bélgica ya no es parte de la actual “Galia”, sino que muchos cuestionan si siguen existiendo los “belgas”. Estos días, el país es objeto de atención por una nueva crisis política motivada por el estancamiento de la reforma constitucional, una reforma que algunos partidos ven como conditio sine qua non para seguir apoyando el actual gobierno.
En Europa hay una serie de países que afrontan debates identitarios de uno u otro género, pero pocos en los que la dialéctica sea tan intensa como en Bélgica. En los años 60 y 70 del siglo XX fue un cambio socioeconómico el que abrió la caja de Pandora de la "cuestión nacional" en ese país. El francés había sido la única lengua oficial para el conjunto del territorio hasta 1898, debido a su "prestigio lingüístico" y quizá a una voluntad de diferenciarse del "Reino de los Países Bajos", neerlandófono, del que Bélgica se emancipa en 1830. El reconocimiento del neerlandés como lengua nacional en 1898 no lleva de hecho a una equiparación: la "cultura francesa" va a ser la predominante en el país durante gran parte del siglo XX. Esto se sustentaba, de una parte, en el vigor cultural de Bruselas, ciudad mayoritariamente francófona y sede del gobierno y de los principales actores económicos y políticos, y de otra en la fortaleza económica de la parte francófona del país, Wallonia, sede de siderurgias, altos hornos y otras industrias que entran en crisis cuando se produce el "giro" socioeconómico del que hablamos, en los años 60 y 70. Es entonces (1967) cuando la Constitución por primera vez ha de publicarse también en neerlandés y no sólo en francés.
La expansión de los partidos nacionalistas flamencos y la energía de sus reivindicaciones trae causa en cierta medida de la situación de excepción anterior. Ellos entienden que el reconocimiento de su lengua ha sido tardío, pese a ser el idioma, en la actualidad, de la mayoría demográfica del país (seis millones de habitantes en la región de Flandes, tres y medio en Wallonia y un millón en Bruselas capital, donde ambas lenguas, francés y neerlandés, son cooficiales).
Fruto pues del declinar económico de Wallonia y del ascenso demográfico y económico de Flandes vinieron las crecientes reivindicaciones lingüísticas, culturales y también políticas de la comunidad flamenca. El avanzado Estado federal belga que actualmente existe no se creó "de nueva planta" en ningún momento concreto. Se ha ido gestando poco a poco durante las últimas décadas, reforma a reforma, competencia a competencia. La arquitectura institucional es sorprendente para un Estado de población modesta (poco más de diez millones de habitantes). Junto a las tres "regiones" (Wallonia, Flandes y Bruselas Capital), entidades político-territoriales que podríamos comparar con nuestras Comunidades Autónomas, existen también tres "comunidades" que tienen entidad jurídico-pública y que no se solapan exactamente con las regiones. Esas tres "comunidades" son la comunidad francófona, la comunidad flamenca y la comunidad de habla alemana. Las competencias se reparten: algunas, que en España corresponden esencialmente a las Comunidades Autónomas, como la asistencia social o la prevención sanitaria, corresponden en Bélgica a las "comunidades" y no a las "regiones". La cosa se complica porque además, en el caso de Flandes, las competencias e instituciones se han fusionado en el Parlamento Flamenco, con sede en Bruselas, que es también capital federal y sede de las instituciones comunitarias.
La capital es, a resultas de todo ello, motivo de eterna disputa: los flamencos nacionalistas e independentistas no quieren renunciar a que sea futura capital de su Estado, pero la ciudad sigue siendo mayoritariamente francófona. La lucha se ha extendido a sus suburbios: se trata de la cuestión "BHV", sobre los municipios de la periferia de Bruselas que reclaman el derecho de votar a listas francófonas, puesto que una parte importante de sus vecinos son belgas francófonos que trabajan en Bruselas o extranjeros que se desarrollan su vida normalmente en francés. Sin embargo, al estar ubicados estos municipios en la "región de Flandes", en principio sus partidos políticos e instituciones deben ser flamencas y neerlandófonas.
En medio de este galimatías institucional, donde las pugnas lingüísticas se extienden desde los carteles de las carreteras hasta los parlamentos, la reciente dimisión (por tercera vez) de Yves Leterme abre una nueva interrogante sobre el futuro del país. Mientras los titulares de los periódicos acumulan alusiones a una posible "confederación" o, como en anteriores ocasiones, hacen cábalas sobre la fractura del país, la solución probablemente pasará por una vía intermedia. Los belgas, esos "pobladores de la Galia" a los que se refería César, llevan siglos acostumbrados a vivir en el corazón de Europa y en las fronteras, a veces dolorosas, de las culturas. Con toda su diversidad, lo importante quizá sea que Bélgica "siga estando", aunque sea en proceso de periódica revisión. Veinte siglos después de César, ahora tal vez toque decir: "Belgica est omnis divisa in partes tres…".