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25/04/2024. 23:29:41

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Tarjetas negras, Código Penal gris

Andrés Pascual Carrillo

Un juez o jueza (y sin embargo amigo o amiga) me decía ayer que tenemos un Código Penal pusilánime. Miedoso, medroso, pávido, timorato. Buscaba sinónimos en un ejercicio de lenguaje cual jugador de la ruleta de la fortuna.

Debería existir un sistema que permitiera a los jueces -para eso nos hemos preparado a conciencia, remarcaba, dejándonos media juventud bajo un flexo- imponer una pena ejemplar frente a algunas acciones bochornosas, por difícil que sea su calificación jurídica. Una especie de comodín. No pido que nos permitan saltarnos el principio de tipicidad, matizaba; más bien hablo de que nos dejen guardar en el bolsillo, cual árbitro de fútbol, una tarjeta roja utilizable en determinadas crisis sociales, para poner orden de inmediato cuando las cosas se salen de madre. ¡De inmediato! Piénsalo, me decía: ¿Cómo valoras el daño social que ha provocado el asunto de las tarjetas negras? ¡Frente a las tarjetas negras, tarjeta roja! Frente a algo tan vergonzante, por difícil que sea su calificación, pena instantánea en justa correspondencia, aunque sea de forma prudencial. Sin largos procesos que no provocan más que desgaste y hastío en la comunidad (la comunidad, ese ente superior al individuo, del que formamos parte y sin el cual no podemos sobrevivir en este universo caótico)

Pero no existen tarjetas rojas contra las tarjetas negras, se lamentaba. Y eso es porque tenemos un código penal gris.

El bufete contratado de parte para elaborar un primer informe sobre el "presunto uso irregular" de las tarjetas por parte de la cúpula banquera, no apreció la existencia delito alguno. Veían difícil fundamentar una presunta apropiación indebida por parte de los usuarios, dado que el preceptor podía tener la creencia de que ostentaba un título (operativo o funcional). Estos letrados colisionaban frontalmente con la asesoría jurídica del FROB (Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria), cuyo escrito remitido a la Fiscalía Anticorrupción señalaba que, dado que había consejeros o directivos que no hicieron uso de las tarjetas, era posible advertir lo indebido en un uso personal o impropio de las mismas. En cualquier caso, todos vislumbraban la existencia de un delito de administración desleal en los encargados de gestionarlas. Luego se han sucedido las fianzas impuestas por la Audiencia Nacional, las defensas numantinas basadas en que los gastos eran pagos anticipados de salarios… ¿Delito continuado de administración desleal? ¿Apropiación indebida? Lo veremos. Eso sí, no pronto. A buen seguro de que para entonces la imposición de la eventual pena ya no será noticia, como sí que lo ha sido -cual terremoto- la infracción… tipificada o no. Como sí que lo ha sido el desgaste social, la desesperanza, la aversión hacia las instituciones de las que dependemos como comunidad.

Tras un buen rato de disquisiciones jurídicas, dimos un giro a la charla. Como suele ocurrir, el tomar una copa cuando todavía es de día te empuja a abrazar utopías. Y decidimos que para acabar con la corrupción a gran escala, no bastan los códigos penales. Ni los grises que puedan estar vigentes, ni tampoco los más brillantes que estén por redactar. Para acabar con la corrupción a gran escala tenemos que comenzar, cada uno de nosotros, por dejar de ser corruptos cotidianos. ¿Quién no se salta la norma cada dos por tres? Solemos pensar: mis acciones espurias no son para tanto. Y nos auto-justificamos por criterios cuantitativos o de necesidad: "Mientras solo haga esto…"; o "Mientras sea para conseguir aquello…". Tal vez ésta sea la solución. Sacarnos la tarjeta cada vez que nos salgamos de la línea, por leve que sea el desvío del buen camino. Tal vez así, dentro de algún tiempo, no harán falta códigos penales de ningún color.

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