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19/04/2024. 03:04:50

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Un Estado de Derecho a la deriva

El modelo de Estado de Derecho se tensiona en España. Esta espléndida construcción jurídica del siglo XIX, nacida en la doctrina alemana y sembrada en la revolución francesa, fue felizmente cosechada en las Constituciones democráticas. Se asentaba sobre cuatro conocidos pilares: la ley como expresión de la voluntad general; la garantía de los derechos fundamentales y libertades públicas; el principio de división de poderes, y finalmente, el expreso reconocimiento de un poder judicial independiente. Veamos su consistencia actual.

Su majestad la Ley se ve acorralada por la fuerza de las circunstancias que ha otorgado la primera plana de los boletines oficiales a los decretos leyes; la crisis sanitaria ha generado insólitas mutaciones jurídicas: leyes y reglamentos que asumen roles de leyes orgánicas, recomendaciones gubernativas con alma de reglamento, directrices que gestionan y gestores que deciden, etcétera. El servicio de la ley a la voluntad general se debilita en un preocupante tránsito parlamentario del siempre deseable consenso hacia inconfesables negociaciones o puro oportunismo. Con ello nos vamos alejando de la sabia regla aristotélica de que “gobiernen las leyes y no los hombres”.

Los irrenunciables derechos fundamentales y libertades públicas, tan mimados en estas primeras décadas de recorrido constitucional, por el impacto del COVID-19 en la línea de flotación del equilibrio presupuestario, corren riesgo de debilitarse por la falta de financiación que soporte el alto nivel de prestaciones legalmente reconocido. Singularmente la sanidad, la educación, la seguridad ciudadana o la justicia, son servicios públicos cuya precariedad repercutirá seriamente en esa atmósfera de calidad de vida a la que nos habíamos acostumbrado.

Elección de los vocales del CGPJ

La clásica división de poderes sufre ante la inminente reforma del modo de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial, depositándola en pactos parlamentarios bajo consensos mínimos. Diríase que tanto en el penoso modelo vigente como en el anunciado subyace el criterio político de apoderarse del botín de los cargos judiciales, algo que no se ajusta a lo que el Consejo de Europa impone como exigencia de todo sistema democrático que se precie: una elección de los representantes de los jueces por los propios jueces. La independencia de los jueces, como la mujer del César, tiene que serlo y parecerlo.

 Por si fuera poco, los errores de técnica legislativa provocan sentencias que sacuden la seguridad jurídica. Ahí están los inquietantes ejemplos: la retahíla de sentencias de todo orden sobre la problemática catalana; la reciente sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 1 de octubre de 2020 (rec.2966/2019) que deja desarmada a la inspección tributaria a la hora de entrar en el domicilio de los contribuyentes (condicionando la autorización judicial a intensas garantías); la sentencia del Tribunal de Justicia Europeo de 8 de octubre de 2020 (C‑568/19) que reserva para el extranjero con permanencia ilegal, la multa en vez de la expulsión, salvo que excepcionalmente se aprecien circunstancias agravantes; las recientes sentencias del Tribunal de Justicia Europeo que aplauden consumidores y sufren los bancos; las sentencias penales que en sonados procedimientos de corrupción llegan tarde por unas leyes procesales retardatarias, etcétera.

  Todavía no ha empezado la cascada de fallos judiciales derivados del estado de alarma y medidas restrictivas posteriores, que dimanarán de la jurisdicción penal (responsabilidades de autoridades públicas que no hicieron lo que debían, o que hicieron lo que no debían), contencioso-administrativa (responsabilidades patrimoniales por paralización o recorte de servicios públicos durante la pandemia, singularmente el sanitario y escolar), civil y concursal (litigios entre acreedores y deudores, donde poco hay que sacar) o laboral (despidos y vicisitudes derivadas de los ERTE, o que enfrentarán a empresarios sin empresa contra trabajadores sin trabajo). Y como no, las sentencias más gravosas o relevantes llegarán por elevación del problema al enjuiciamiento por el Tribunal Supremo o por el Tribunal Constitucional, donde el cubilete de dados judicial volverá a agitarse.

   Muchos juristas que nos hemos criado con la Constitución, nos sentimos presos de desencanto por los derroteros que toma un Estado que considerábamos poderoso y protector del interés general y derechos ciudadanos, y que día a día se nos ofrece debilitado y prisionero como Gulliver por diminutos personajillos que atienden a sus intereses particulares o de grupo. No sufre el Estado la amenaza de ningún color político o ideología determinados, sino sencillamente parece que la generalidad de grupos políticos aspira a colonizar políticamente la Constitución como en la guerra fría se luchaba por alcanzar la luna.

  Me temo que se impone una regeneración jurídica, con su necesario correlato ético. El Estado del bienestar peligra si no afianzamos la seguridad en las reglas de juego del poder, en lo que la Constitución calificó de Estado de Derecho. Ahí entra en juego la comunidad jurídica en pleno: jueces, fiscales, abogados, académicos, etcétera. No es cuestión corporativa sino de conservar unas reglas claras y estables de lo que debe ser la convivencia y el modo de arreglar los conflictos. De forma civilizada, ante tribunales independientes, y conscientes de que las leyes son cosa seria.

Si no luchamos por el Estado de Derecho, parafraseando a Shakespeare en boca de Macbeth: “la justicia se convertirá en un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”.

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