Si la transformación digital que teóricamente estamos llevando a cabo en la Administración no viene de la mano de una serie de medidas y supone, a la postre, una mejora organizativa y funcional, pierde absolutamente su razón de ser. Una de esas medidas a tomar es la simplificación burocrática, sin la cual nos hallaríamos ante un simple cambio de formato que, en el peor de los casos, llamaríamos “burocracia electrónica”.
En efecto, si hablamos de digitalización de los procedimientos, existe una tarea previa que es la simplificación. ¿Qué se debe simplificar? Todo en realidad. La simplificación de trámites supone eliminar los no exigidos por la Ley, o, en su caso, facilitar los imprescindibles que deben permanecer. Internamente, debemos automatizar todo lo que sea automatizable, labor de la que actualmente se ocupan los algoritmos, asegurando, eso sí, de que la decisión última de los procedimientos automatizados será tomada por un ser humano. En cuanto a los documentos, debemos empezar por simplificar el lenguaje administrativo con el que se redactan, esa jerga decimonónica que parece concebida para que no la entiendan sus destinatarios, es decir, los sufridos contribuyentes que reciben las notificaciones. Otros documentos, por su parte, también deberían desaparecer, sobre todo en un entorno interoperable que permite a la Administración recabar por sí misma el documento requerido, o simplemente consultarlo o verificarlo, sin necesidad de molestar al ciudadano. Un ciudadano que debe ser incomodado lo menos posible, y que cuando desee dirigirse a la Administración (o cuando sea requerido por esta), debería poder hacerlo bien de forma presencial, o bien a través de plataformas electrónicas completamente accesibles.
Por tanto, existe una tarea previa a dicha implantación, por desgracia muchas veces obviada, pero en todo caso anterior a la digitalización de los documentos y de los procedimientos: la simplificación/eliminación de la burocracia. Y es que el mejor trámite no es el electrónico, sino el que ni siquiera existe. ¿Qué trámites y documentos deben desaparecer? Evidentemente, los que no exige ninguna norma. La reducción de cargas burocráticas (y por extensión de costes) al ciudadano y a la propia Administración es la consecuencia más amable de una administración digital bien entendida y bien implantada.
Por tanto, no se trata de uno sino de dos pasos: primero, simplificar; segundo, digitalizar. El procedimiento electrónico es mejor que el del papel, por muchos motivos como la fehaciencia, la transparencia y la trazabilidad. El procedimiento electrónico y simplificado es aún mejor, por la reducción de tiempos, trámites, documentos y molestias. Pero vamos un paso más lejos. ¿Realmente es necesario iniciar y tramitar un procedimiento cada una de las veces que lo hacemos? Al menos planteemos la posibilidad del “no procedimiento”, que evidentemente conlleva el no papel pero también otros muchos “noes”. De hecho, el no-papel no es la “administración sin papel”, es la “administración sin” o “no administración”, en el mejor de los sentidos. Dicho con otras palabras: es el no-acto, lo cual no cabe confundir con una no-actuación, porque la Administración sí actúa, y de hecho lo hace muy bien si finalmente resuelve el problema o la pretensión del ciudadano tomando directamente una decisión o una medida “de oficio” (no confundir con la iniciación del procedimiento “de oficio”). En definitiva, no es preciso “procedimentarlo” todo. Desarrollemos una cultura interna con menos tendencia a solicitar, imponer y tramitar; y más a escuchar, orientar, comprobar, verificar, supervisar, y, sobre todo, a resolver (pero no en el sentido clásico o administrativo, sino en el coloquial, relacionado con “ser resolutivo”). Y todo ello sin hacer mucho ruido, si se nos permite la expresión. Una Administración puede ser muy eficaz siendo invisible. Al contrario de lo que piensan algunos dirigentes públicos, lucir más no supone necesariamente una mejor valoración de la gestión pública. Veamos la siguiente tabla que expone los diferentes niveles de reducción de cargas administrativas (RCA) a la ciudadanía de cara a un procedimiento administrativo.
Fuente: elaboración propia
Recordemos que existen actos reglados, actos discrecionales y, según estamos explicando, podemos distinguir incluso una tercera categoría que llamaríamos “no actos”. Pero, con carácter previo, antes de llegar al nivel excelente de ser capaces de resolver los problemas de las personas sin tramitar procedimiento alguno (o simplemente reconociendo o manteniendo de forma automática un derecho preexistente), deberíamos intentar alcanzar la tramitación “sin molestias” al menos de los actos reglados, toda vez que estos se basan en meras comprobaciones objetivas del cumplimiento de unos requisitos que se basan en unos datos que, casi en la totalidad de las ocasiones, se encuentran en poder o al alcance de la propia Administración.
En definitiva, cualquier proceso de digitalización que no pase por una fase previa de simplificación y reducción de la burocracia, no es más que la modernización del caos, un cambio de formato del “vuelva usted mañana” o el “vaya usted a la otra ventanilla”. Esta burocracia electrónica es sumamente ineficiente y desagradable para la ciudadanía, un “nuevo” o no tan nuevo modelo completamente erróneo que tiene el dudoso honor de empeorar el de la burocracia en papel. Nadie dijo que la transformación digital fuera sencilla. Se trata de un proceso complejo y que requiere de una ejecución inteligente, impulsada por la inteligencia humana (que debería ser empática con las necesidades de sus semejantes), y que ahora podría ser ayudada, valga la redundancia, por otro tipo de inteligencia, la artificial.