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20/04/2024. 09:04:09

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El reparto del mundo

Es catedrático y abogado.

Rafael Domingo
director de la Cátedra Garrigues de Derecho Global de la Universidad de Navarra

El autor reflexiona sobre el modo preferencial de poseer el planeta Tierra en un mundo globalizado como el nuestro y propone nuevos conceptos jurídicos superadores de la idea de dominio y soberanía, configuradores del Derecho internacional.

¿De quién es el espacio? ¿A quién pertenece el continente de todo contenido? ¿Quién es el dueño de la tierra? ¿Quién lo es del mar que la cubre o el aire que la envuelve? He aquí algunas de las preguntas clave que se han formulado, a lo largo de los siglos, juristas y filósofos. De su respuesta dependen, entre otras cosas, la conformación de los ordenamientos jurídicos y la configuración de una nueva sociedad global.

El Derecho internacional moderno, nacido de las cenizas de la guerra de los Treinta Años, aplicó a la tierra la doctrina romana del dominio, así como los modos de adquirir la propiedad, equiparando el poder civil soberano con la propiedad privada (dominium). Sobre su territorio, cada Estado tendría un poder absoluto, exclusivo y excluyente, susceptible de ser defendido con las armas. El planeta tierra se convertía así en un espacio parcialmente amojonado, insolidario y dividido, perteneciente a una multitud de propietarios, tantos como Estados existieran, ciegos ante la posibilidad de plantearse la herencia fraterna del globo terráqueo.

La tierra descubierta y no conquistada hasta entonces, especialmente el Nuevo Mundo, fue considerada como un espacio efectivamente ocupable por los Estados, en virtud de diferentes títulos, más o menos aceptados internacionalmente. Para los primeros ejecutores del derecho internacional, los Estados modernos europeos, el mundo era lo más parecido a una apetitosa tarta que se ofrece en una cena opípara. El gran pastel llegaba a la mesa parcialmente troceado, con el fin de que cada Estado tomase la parte que le correspondiera. Sin embargo, como las reglas del reparto las imponía el Viejo Continente, los Estados europeos tenían derecho a repetir, es decir, a tomar no sólo su trozo -esto es, su territorio soberano- sino también cuanto tocaba por los terrenos del Nuevo Mundo, susceptibles de apropiación posesoria y de dominación colonial.

No sucedió lo mismo con los mares. Ellos representaban una suerte de aliño común del banquete. Eran, son -en contra de la opinión de John Selden-, libres, no susceptibles de apropiación ni distribución, salvo el denominado mar territorial, que, junto al espacio aéreo, fue reclamado por el Estado y quedó sometido a la férula de la soberanía, asumiendo la doctrina del jurista Cornelius van Bynkershoek.

Este dualismo entre la tierra ocupada soberanamente y un mar libre y común a los hombres marcó el derrotero del Derecho internacional desde el inicio de la Paz de Westfalia hasta los estertores de la Segunda Guerra Mundial. Los conflictos bélicos constituían un instrumento jurídico para la solución de las disputas territoriales, la continuación de la política por otros medios, tras el declive de la diplomacia y el protocolo.

El Derecho internacional moderno se encuentra en crisis, por anteponer el principio de territorialidad al de personalidad, es decir, el Estado a las personas. Y es que, por más que lo haya pregonado Carl Schmitt -último cultivador del ius publicum europaeum– la tierra no es la madre del Derecho (die Mutter des Rechts). Tema muy distinto es que el derecho, siempre personal, precise de un espacio determinado para desarrollarse. En efecto, ya sea terrestre, marítimo o aéreo, el espacio es, en el tiempo, anterior a la persona. Sin embargo, el derecho no nace con él y sí cuando el ser humano aparece en la tierra: ius non ex terra sed ex persona oritur.

El intento de construir la teoría del Derecho a partir del territorio ha sido uno de los más grandes errores de la ciencia jurídica moderna, derivado fundamentalmente del concepto de soberanía estatal. Ella es el origen de todo nacionalismo radical, auténtico cáncer del Estado Moderno, que reclama un territorio independiente para sí en calidad de propietario. Elevar esta variable a la cúspide de la reflexión científica ha coadyuvado a la deshumanización de la persona, encorsetando a la humanidad y dejando la tierra en poder del Leviatán hobbesiano y de una criptocracia capitalista sin escrúpulos.

El Derecho Global ha de construirse desde la persona y no desde el territorio. La noción de persona desemboca inexorablemente en la de Humanidad, en tanto concepto abstracto que agrupa a todos los hombres. A la Humanidad el Derecho Global le otorga carta de naturaleza, por ser titular del usus del espacio, en el sentido más genuino del término. Usar una cosa significa aprovecharse de ella, o de lo que produce (frutos), sin alterarla sustancialmente. La modificación in natura, que podría justificar su destrucción, es el atributo propio del dueño (dominus). El Derecho Global defiende que sobre la tierra no hay propiedad en sentido estricto, ya que ésta no tiene dueño, por lo que no es disponible, como tampoco el espacio mismo. Y la razón de esta esencial indisponibilidad es que todos los seres humanos formamos solidariamente la Humanidad. No cabe alteridad posible.

A diferencia del Derecho interestatal, los actos que la Humanidad realiza sobre la tierra son actos unilaterales, jamás contractuales, por falta de contraparte. Por eso, nunca pueden consistir en un acto de disposición en sentido estricto. La destrucción del mundo no podría considerarse jamás un acto de naturaleza jurídica. La disponibilidad jurídica sobre la tierra carece de sentido desde la perspectiva iusglobalista.

Así las cosas, sobre la tierra sólo cabe el aprovechamiento, el usus, que comprende también el disfrute (frui), pero jamás la facultad de disposición (habere). El uso de ella es solidario, por ser indivisible. La Humanidad no es propietaria de la tierra, de los mares o del aire. Sobre el espacio, en cualquiera de sus dimensiones, no cabe el dominio en sentido estricto. La Humanidad no puede vender la tierra, porque todos formamos parte de ella y el derecho es entre humanos. Esta teoría, sólo podría modificarse si, súbitamente, descubriésemos la existencia de seres racionales en otros planetas, hecho que, al menos por el momento, pertenece a los dominios de la ciencia ficción.

La idea de "uso del espacio" deja abierta en el Derecho una puerta a la trascendencia, para que sea libremente aceptada o rechazada por cada persona. Este aspecto metajurídico no tiene por qué estar reflejado en las leyes, pero tampoco puede quedar excluido de ellas. Los creyentes podremos dar un contenido más pleno al concepto de uso de la tierra y los mares, reconociendo en Dios al hacedor del mundo. Y todos podrán aceptar el sentido solidario que se desprende de esta palabra –usus-, piedra angular de cualquier ordenamiento jurídico y de nuestro incipiente Derecho Global.

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