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Los jueces instructores ante las sentencias que aprueban su labor investigadora

letrado de la Administración de Justicia

La juez Mercedes Alaya, que instruyó la causa de los ERE con una metodología que el Tribunal Supremo ha dado por muy buena al haber confirmado las condenas de Manuel Chaves y José Antonio Griñán, manifestó en El Mundo lo siguiente: “No me alegro de la condena de nadie, pero sí de la decisión del Supremo. Se viene a avalar el trabajo realizado. Cuando se conozca el contenido de la sentencia se podrá valorar mucho mejor la misma. Pero estoy contenta, sí”. No es extraña su satisfacción, pues realmente se ha ratificado un sacrificado trabajo que duró un largo periodo, en el que sufrió un fuerte hostigamiento por parte de dirigentes del PSOE y de otras personas interesadas en el sistema de mantenimiento de la “paz social” que el Tribunal Supremo ha dejado en evidencia.

Ha de remarcarse que el Derecho Procesal Penal comprende dos grandes fases diferenciadas, la instrucción y el juicio oral, que se conectan por el periodo intermedio, en el que se determina si corresponde practicar más diligencias de investigación, si ha de acordarse el sobreseimiento o si tiene que dictarse el auto de apertura del juicio oral, no pudiendo el juez instructor participar en el juicio oral. La Sentencia del Tribunal Constitucional 145/1988, de 12 de julio, ya remarcó que es precisamente el hecho de haber reunido el material necesario para que se celebre el juicio o para que el órgano judicial sentenciador tome las decisiones que le corresponda y el hecho de haber estado en contacto con las mentes de donde procede ese material lo que puede provocar que nazcan en el ánimo del instructor prejuicios respecto a la culpabilidad del encausado, quebrantándose la imparcialidad objetiva, que intenta ser asegurada mediante la separación entre la función instructora y la juzgadora.

Los jueces de instrucción tienen una función vital, pues de ellos depende que una investigación penal con elementos delictivos de difícil detección pueda desarrollarse debidamente, siendo su buen desempeño una conditio sine qua non para que se pueda celebrar un juicio que tenga posibilidades de llevar a una sentencia condenatoria. A este respecto, en palabras de la Sentencia del Tribunal Supremo 658/2019, de 8 de enero, debe tenerse en consideración que la separación que se produce entre la instrucción y el juicio oral tiende a asegurar que no se vean vulneradas las garantías procesales del encausado, como se infiera de la clara diferenciación entre los principios que rigen una y otra fase procesal, dada la discordancia entre la finalidad que se persigue en cada una de ella, que bien se explica en la propia Exposición de Motivos de la Ley. Precisamente, es sabido que la instrucción va dirigida a la preparación del juicio y al aseguramiento de la personas del investigado que termina siendo acusado y de sus bienes, de modo que los actos que se practiquen únicamente serán actos de investigación que permitan decidir sobre la necesidad de abrir o no el juicio oral, logrando además el aseguramiento de las pruebas, acordándose la apertura del juicio oral cuando concurran indicios suficientes para considerar la culpabilidad del encausado, por lo que las actividades practicadas en la fase de plenario ya no tendrán la consideración de actos de instrucción, sino que serán auténticos actos probatorios tendentes a dilucidar la inocencia o culpabilidad del acusado.

Como regla general, la sentencia se dicta tras el enjuiciamiento y a partir de las pruebas practicadas en el juicio, pues el artículo 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, precepto al que se aferra la doctrina, según la Sentencia del Tribunal Supremo 658/2019, de 8 de enero, para incidir en la diferenciación entre declaraciones en la fase de instrucción y en el juicio oral, añadiendo que la exigencia de que la práctica de las pruebas se lleve a cabo en la fase del juicio oral constituye una de las mayores y más importantes garantías de las que dispone todo encausado, pues, además, implica la necesaria separación entre la fase de instrucción y la fase del juicio oral, haciendo hincapié en que las diligencias de instrucción no tienen valor probatorio y facilitando una vigencia real del derecho de defensa que, en caso contrario, se vería ampliamente desprestigiado. Ello ya se colige de la Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que resulta incisiva gracias a unas contundentes palabras: “El juicio verdadero no comienza sino con la calificación provisional y la apertura de los debates delante del Tribunal que, extraño a la instrucción, va a juzgar imparcialmente y a dar el triunfo a aquel de los contendientes que tenga la razón y la justicia de su parte. La calificación jurídica provisional del hecho justiciable y de la persona del delincuente, hecha por el acusador y el acusado una vez concluso el sumario, es en el procedimiento criminal lo que en el civil la demanda y su contestación, la acción y las excepciones. Al formularlas empieza realmente la contienda jurídica, y ya entonces sería indisculpable que la ley no estableciera la perfecta igualdad de condiciones entre el acusador y el acusado. Están enfrente uno de otro, el ciudadano y el Estado. Sagrada es sin duda la causa de la sociedad, pero no lo son menos los derechos individuales”.

Dicho lo anterior, hay casos en los que los resultados de las diligencias de investigación dirigidas con mucho trabajo por el juez de instrucción pueden llegar a tener acceso en el juicio oral. Es importante tener en consideración que la Sentencia del Tribunal Constitucional 68/2010, de 18 de octubre, resume doctrina constitucional sobre el valor probatorio de las diligencias sumariales, argumentando que se ha condicionado la validez como prueba de cargo preconstituida de las declaraciones prestadas en fase sumarial al cumplimiento de una serie de presupuestos y requisitos que hemos clasificado como: a) que exista una causa legitima que impida reproducir la declaración en el juicio oral; b) la necesaria intervención del Juez de Instrucción; c) que se garantice la posibilidad de contradicción, para lo cual ha de haber sido convocado el Abogado del imputado, a fin de que pueda participar en el interrogatorio sumarial del testigo; y d) la introducción del contenido de la declaración sumarial a través de la lectura del acta en que se documenta, conforme a lo ordenado por el articulo 730 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, o a través de los interrogatorios, lo que posibilita que su contenido acceda al debate procesal público y se someta a confrontación con las demás declaraciones de quienes si intervinieron en el juicio oral.

Habrá quien piense que los jueces de instrucción, en muchos casos, tienen suerte, iniciando investigaciones penales por lo que se pueda descubrir. No obstante, esa idea está muy lejos de la realidad, pues, a tenor de lo indicado en el Auto del Tribunal Supremo de 18 de enero de 2021, en la legislación procesal penal no se justifica la apertura de un proceso penal para la investigación de unos hechos meramente sospechosos, por si los mismos pudiesen ser constitutivos de delito, es decir, una investigación prospectiva sin aportar un indicio objetivo de su realidad de conocimiento propio del querellante, pues, de lo contrario, cualquier ciudadano podría verse sometido a una investigación basada en la mera apariencia. Concretamente, la Constitución prohíbe las investigaciones meramente prospectivas porque el derecho al secreto de las comunicaciones no puede ser limitado para satisfacer la necesidad genérica de prevenir o descubrir delitos o para despejar las sospechas sin base objetiva, idea que se recoge de manera expresa en la Sentencia del Tribunal Constitucional 167/2002, de 18 de septiembre, cuando afirma que “las sospechas han de fundarse en datos fácticos o indicios que permitan suponer que alguien intenta cometer, está cometiendo o ha cometido una infracción grave o en buenas razones o fuertes presunciones de que las infracciones están a punto de cometerse ( Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 6 de septiembre de 1978 -caso Klass – y de 15 de junio de 1992 -caso Ludí ) o, en los términos en los que se expresa el (actual) art. 579 LECrim, en «indicios de obtener por estos medios el descubrimiento o la comprobación de algún hecho o circunstancia importante de la causa”.

Mercedes Alaya realizó una labor extraordinariamente efectiva en la que puso su corazón para poder indagar en hechos que ella precisamente consideraba penalmente relevantes. Su dedicación podría ponerla en la posición de auténtica heroína, pues obró con la finalidad de hacer cumplir la ley cumpliendo la ley, sin fisuras y con pleno respeto a las garantías procesales básicas de todos los investigados. Por ello, no es extraño ni reprochable que pueda sentir satisfacción por una sentencia que da un supremo aprobado a una actividad a la que dedicó un precioso tiempo, que, si bien no retornará, fue benditamente invertido en la lucha para la regeneración de la instituciones públicas y en la protección de los intereses generales. Probablemente, muchos otros jueces instructores de causas mediáticas habrán recibido con alegría determinadas sentencias que dan el visto bueno a sus diligencias de investigación al poder comprobar que hicieron lo correcto y que el tiempo empleado fue debidamente aprovechado.

Además de encaminarse la investigación en la instrucción a la delimitación de un objeto determinado sin una búsqueda azarosa por lo que se pueda hallar, se pretende en todo caso que se logre llevar a cabo el desarrollo de las diligencias para el esclarecimientos de los hechos facilitando el conocimiento y participación del investigado para que pueda defenderse, alegando y solicitando lo que a su derecho convenga. La Sentencia del Tribunal Supremo 1088/1999, de 2 de julio, determina que la información al sujeto pasivo del proceso penal acerca del objeto del mismo, en lo que pueda afectarle, constituye un elemento esencial para el ejercicio del derecho de defensa, tanto durante la instrucción como en el juicio, pero precisamente por ello tiene sus propios momentos y trámites procesales que no hacen recaer dicha función esencial sobre la resolución que acuerda la conclusión de la instrucción y apertura de la fase intermedia. Esos momentos son: a) en la fase de instrucción, el traslado judicial de la imputación a la persona afectada, antes o en el momento de recibirle declaración como imputado, instruyéndole de sus derechos y facultándole para intervenir en la instrucción, pudiendo formular las alegaciones que estime oportunas para su defensa y solicitar cuantas diligencias estime pertinentes de conformidad, esencialmente, con los artículos 118 y 789.4º de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, posibilitándose así el ejercicio pleno del derecho de defensa, respecto de los hechos que han sido objeto de imputación judicial, durante la instrucción del procedimiento; b) en la fase intermedia, ya en calidad de acusado y no de mero imputado, cuando se le da traslado de la acusación a tenor, principalmente, del artículo 790.6º de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, una vez que ésta se ha formulado por las partes acusadoras, información que le faculta para ejercitar con plenitud su derecho de defensa cara al juicio oral, formulando su calificación alternativa y planteando los medios de prueba que estime pertinentes.

Los jueces de instrucción —que llevan años conviviendo con cantos de sirena que giran en torno a una futura reforma procesal penal que les arrebataría sus competencias sobre esclarecimiento de los hechos y determinación de los investigados para atribuirlas a los miembros del Ministerio Fiscal— hacen un gran trabajo en la investigación de los delitos y su encomiable función debe ser reconocida a todos los niveles de la sociedad, pues, sin ellos, sería imposible poder mantener un Estado de Derecho en una condiciones lo suficientemente óptimas de eficacia. Por ello, es indispensable garantizar que puedan desarrollar su labor sin intromisiones y con los medios que requieren para lograr la plena efectividad en la aplicación del Derecho Penal, que se encarga de la tutela de los bienes jurídicos más importantes cuando se ven afectados por conductas graves que generan daños para su integridad o, en su caso, riesgos de gran entidad. A este respecto, no viene mal recordar, ante la luz que proyectan los jueces instructores, que Ronald Dworkin expuso, en El imperio de la justicia, una interesante reflexión: “Vivimos dentro y según la ley. Ella nos convierte en lo que somos: ciudadanos y empleados, doctores y cónyuges, personas que poseen cosas. La ley es espada, escudo y amenaza: insistimos en nuestro salario o nos negamos a pagar la renta, o nos vemos forzados a pagar multas o nos encierran en la cárcel, todo en nombre de lo que nuestro etéreo y abstracto soberano, el derecho, ha decretado. Y discutimos sobre lo que ha decretado, a pesar de que los libros donde supuestamente están registradas sus órdenes y directivas son silenciosos: actuamos entonces como si el derecho hubiera murmurado su sentencia, en voz demasiado baja como para ser escuchada con claridad. Somos súbditos del imperio de la ley, vasallos de sus métodos e ideales, amarrados de espíritu mientras debatimos qué debemos hacer”. Estas palabras deben ser un foco con el que guiar a la ciudadanía hacia una verdadera paz social, situándose lo más lejos posible de entramados que impliquen la subsistencia de actos de los poderes públicos que sean ejecutados arbitrariamente con el objetivo de que los intereses de unos pocos prevalezcan sobre los de la mayoría, fin que erosiona la democracia de un modo devastador y que puede llevar a su deterioro y final demolición.

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