El autor sostiene que es preciso recurrir a una instancia imparcial con el fin de dirimir los hechos acontecidos en la guerra civil.
La guerra civil española, esa hecatombe fratricida en la que tantos y tantos perecieron, merece un análisis ecuánime que se aleje de cualquier maniqueísmo revanchista sea del signo que fuere. Soy un firme defensor de la justicia por la que claman las víctimas -todas las víctimas, de uno y otro bando- y no temo una historia verdadera que ilumine con la luz cierta de la razón objetiva los vericuetos de esa llaga feroz que todavía nos desgarra. Y que amenaza convertirse en un cáncer endémico.
Sin embargo, instrumentalizar la justicia entregándola a quienes, por españoles, son juez y parte a la vez, no ayudará a exorcizar los demonios de nuestro pasado. Si la guerra civil debe someterse a análisis, los científicos de este delicado experimento no han de ser los herederos de aquellos que decidieron fajarse, goyescamente, a garrotazos.
Hay que investigar a fondo y deslindar responsabilidades. La supervivencia de nuestra democracia así lo exige. Recalar ad aeternum en un fuego cruzado de dimes y diretes, tan vagos como inconexos, que responden a una patología ideológica y no a la realidad social, es poco menos que suicida. La justicia no debe ser dictada por ninguno de los afectados, porque corre el riesgo de convertirse en venganza. Si de verdad queremos paz, si en verdad anhelamos justicia, apelemos, de común acuerdo, a una instancia extranjera -un consejo de sabios, un organismo internacional- que dirima diferencias y precipicios. De lo contrario, terminaremos obcecados con el pus sin pensar en que es hora, por fin, de acudir a un médico imparcial. A un profesional
Es catedrático y abogado.