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29/03/2024. 13:50:55

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La constitución indefensa

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Si hay un principio claro de todo sistema democrático, éste es el de que la mayoría decide partiendo de la suma de las opiniones individuales de cada uno de los ciudadanos, lo que parte del clásico y sencillo aserto “un hombre, un voto”.

Aquilino Yáñez

Es posible que la mayoría que decide se equivoque pero, como se ha dicho muchas veces, resulta ser éste "el menos malo" de los sistemas de gobierno posibles (Churchill).

Siendo esto así, ningún derecho "decisorio" cabe reconocer a una minoría, ni a cada uno de los ciudadanos, en temas de interés común como es la unidad de nuestro propio país. Podrá reconocérseles, sin duda, el derecho a opinar lo que quieran, pero nunca a decidir por su cuenta, en conflicto con los demás.

Lo contrario provocaría una colisión de derechos, que pudiera abocar a un enfrentamiento civil con ruptura de las normas de comportamiento civilizado que articula la Constitución, es decir, con quiebra de ésta y subsiguiente caos disgregador.

Cuando el T.C. sobre "la declaración soberanista y el derecho a decidir del Parlamento de Cataluña", recientemente enjuiciada en su sentencia de 25-3-14, descarta la primera pero admite el segundo, está "socavando" la Constitución y abocando a todas las consecuencias negativas anteriores.

El T.C., desde hace tiempo, de guardián de la Constitución que debiera de ser, se ha convertido en el principal instrumento de demolición de ésta, y lo viene haciendo a través de tres cauces fundamentalmente:

1.- Su deficiente composición.- Muchos de sus miembros son teóricos del derecho sin conocimiento de la realidad de los casos y todos ellos, casi sin excepción, tributarios de los partidos que los han nombrado, de tal modo que sabiéndose las cuotas de cada partido, se sabe la composición del Tribunal y se puede vaticinar, casi con certeza absoluta, sus decisiones.

La razón de que esto sea así, además de un defectuoso proceso de selección, es que en sus cargos, al ser transitorios, no llegan a alcanzar la independencia de sus promotores, que solo la seguridad inamovible puede otorgar.

Los miembros del Tribunal Supremo americano son vitalicios y cada día que permanecen en el cargo son, por ello, más independientes. Como esto es así, se pone especial esmero en su proceso de selección, que recae en personas de gran cualificación y experiencia, fieles al espíritu fundacional y próximos a la realidad social.

2.- Sus arbitrarias sentencias interpretativas.- Nuestro T.C. habla demasiado y por ello tarda demasiado también en resolver. Su función no es la de decir lo que las cosas deberían ser o no ser, sino la de decir pura y simplemente si son constitucionales o no. Sus sentencias "interpretativas" de extensión desmesurada, además de convertir las leyes en una especie de "quesos de gruyère", invaden las competencias del poder legislativo, que es el que, recibida la declaración de inconstitucionalidad de una norma, debe de dictar en su caso otra en su lugar, acomodándola a la Constitución, y no limitarse a cumplir las "manipulaciones legales" que el T.C., asumiendo una soberanía popular que no tiene, tenga a bien dictar.

Los ejemplos son constantes y gravísimos. Como botón de muestra la sentencia sobre el Estatuto catalán que tiene 880 páginas y tardó cuatro años en dictarse. Magna obra de "hipocresía jurídica" (Mendizábal).

Con este proceder el T.C. ha agujereado el sistema jurídico del país en forma tan profusa y compleja, asumiendo funciones que no le son propias, que nadie le hace ya caso. Ni a él, ni a las leyes que ha "indultado".

Por otro lado, el número de normas que "campan a sus anchas" pendientes de tardías y muchas veces inútiles declaraciones de inconstitucionalidad, es, sencillamente, clamoroso.

Decía el juez inglés William Murray "Dictad vuestras decisiones pero nunca las expliquéis; vuestras decisiones quizá sean justas, vuestras razones estarán equivocadas". El Tribunal Supremo americano y la Cámara de los Lores británica, bien aprendidos, acostumbran a resolver en forma sencilla y clara. Y, ¡claro!, se equivocan mucho menos y resuelven mucho antes.

3.- Sus ambiciones políticas.- El T.C., como Tribunal que es, debería centrarse más en resolver casos reales dando protagonismo a los ciudadanos y extrayendo de ellos principios comunes, como el T.S. americano; y no depender tanto de lo que los políticos puedan plantearle o no sobre la constitucionalidad general de las leyes en abstracto, muchas de las cuales, claramente inconstitucionales, como los códigos civiles de algunas regiones, rigen con plena vigencia por el juego partidista de la mera interposición y retirada de recursos, sin que los ciudadanos afectados tengan en principio palabra ni cauce, en su caso concreto, para cuestionar su constitucionalidad (Bercovitz).

Volviendo al caso que nos ocupa, admitir el derecho a decidir unilateralmente, como el T.C. ha hecho, diciendo que lo que se propone no es tal derecho, sino una simple "aspiración", cuando las palabras de la proclamación son inequívocas e implican claramente el derecho a la "autodeterminación" de los proclamantes, es ponerse un velo ante los ojos y no querer ver lo que se tiene delante. Santificar un atentado directo al espíritu de unidad y concordia en que la Constitución se basa y propiciar su subversión y demolición por unos pocos en perjuicio de todos los demás, o abrir la puerta a un claro chantaje de aquellos pocos, so pretexto de una imposible negociación, sobre lo constitucionalmente innegociable.

Nos encontramos, claramente, ante un T.C. de mediocre diagnóstico jurídico (Ihering), sin fe en el espíritu fundamental de la Constitución que debiera preservar y sin fuerza ni voluntad para protegerla, como debiera ser su deber.

No caben componendas políticas en la defensa de la Constitución, especialmente cuando ésta peligra. Su aplicación debe ser entonces más escrupulosa que nunca (Aristóteles).

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