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29/03/2024. 03:34:55

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Disyuntivas infectadas

Doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

Raúl C. Cancio Fernández

Dígase una y mil veces: el autoritarismo no es superior a la democracia cuando de lo que se trata es de salvaguardar el bienestar de la población, su seguridad y su salud. En esta crisis, la imagen de una administración china eficaz y sostenida sobre un sistema centralizado llevando con firmeza las riendas de la nación, no debe ni puede soslayar que la enfermedad se originó allí, y no por casualidad. No estamos ante una crisis global provocada por la llegada de un asteroide procedente del espacio exterior.

La expansión de las epidemias en ese país está fatalmente ligada a su sistema político, como ya ocurrió con el SARS-1 y ha vuelto a acaecer ahora con su virulento pariente. Los incentivos de los dirigentes locales del Partido Comunista Chino, quizá la maquina más perfeccionada de desinformación que existe, no se cohonestan bien con la eventualidad de transmitir malas noticias a sus superiores del aparato. En ese inicuo y estructural encubrimiento de la gravedad y de la verdadera extensión del brote de Wuhan está el origen de su ulterior, descontrolada y letal expansión. Recuerden, en este sentido, como la primera información de la televisión entonces soviética sobre el accidente del reactor nuclear de Chernobyl se produjo dieciocho días después de la explosión, con los efectos por todos conocidos.

Y no se olvide que otras dictaduras también se han enfrentado a la pandemia, como Irán o Egipto, evidenciando su ineficacia ex post. Por lo tanto, debe insistirse, el problema se desenfoca con ese aparente debate binario entre democracia y autoritarismo. No pueden contrastarse términos de comparación desiguales. La verdadera y ajustada discriminación debe hacerse en el seno de la propia democracia. Y ello porque no todas mantienen la misma relación con el Estado de derecho.

En este sentido, se ha sugerido como término de contraste,  atender no tanto a criterios vinculados con el grado de calidad democrática, como a factores histórico-culturales en el origen de las diferencias entre sistemas políticos democráticos. Siendo estrictamente cierto que los Estados arrastran siglos de singularidades necesariamente apreciables en sus expresiones socio-políticas, este tipo de análisis nos conduce fatalmente a la cuestión de la identidad, verdadero tumor no solo de la política, sino de la propia ideología y, particularmente, inefable error del progresismo postmoderno, obsesionado por sustituir el eje discursivo derecha-izquierda por la trinchera de los intereses particulares de grupos sociales que confinan a sus miembros en la autorreferencialidad introspectiva más homogénea, entregándose a unas políticas perennemente sostenidas sobre argumentaciones de naturaleza identitaria, perdiendo así el sentido de lo que compartimos como ciudadanos y de aquello que nos une como nación, renunciando a la política, en su sentido más kantiano, como búsqueda del bien común de la ciudadanía. Es la humanidad en su conjunto la que, en estos tiempos funestos, está en peligro cierto de extinción, como bien enfatizó Defoe hace más de tres siglos en su Diario del año de la peste: «Es evidente que la muerte nos reconciliará a todos; al otro lado de la tumba seremos todos hermanos nuevamente».

Consecuentemente, si no es recomendable echar la vista atrás, quizá fuese más apropiado considerar la relación de las democracias, no con sus tradiciones seculares, sino con el futuro.  Corea del Sur, Japón o Singapur, con sus enormes divergencias socio-políticas, se han enfrentado al virus con indiscutible éxito desde una perspectiva común: la hipertecnificación científica y la excelencia tecnológica al servicio de una idea de progreso muy distinta a la que manejamos en las democracias occidentales, incapaces de actualizar y reparar las taras en su diseño institucional, en sus modelos de gestión y en la mezquina ausencia de incentivos, favoreciendo un darwinismo inverso que algunos han descubierto con pasmo al preguntarse quién estaba al mando.

Aquellos otros países, por el contrario, han logrado imbricar ponderadamente política y economía, no disociándolas, permitiendo que la hipermodernidad no se detenga en el epidérmico y fútil mundo de las redes sociales – el Homo Videns sartoriano-, sino que penetre en estratos masivos de la población, a diferencia de nuestros debilitados regímenes de este début du siècle, tan caros al decadentismo  fin de siècle.

En síntesis, resulta de una cutaneidad extrema, la deliberadamente impuesta disyuntiva autoritarismo/democracia (como asimismo lo es la falaz alternativa entre salud y prosperidad económica). La eficiencia totalitaria, si es que verdaderamente existe, nunca tiene como objetivo la protección de los ciudadanos sino la supervivencia del régimen, no en vano, a diferencia de lo que sucede en una dictadura, la responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos es el bastidor sobre el que se hila el tejido democrático.

 

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