Como Cicerón ante Catilina en el Templo de Júpiter Capitolino, Carlos Dívar tiene ante sí el desafío de su vida. El nuevo presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo ha de enfrentarse, en esta hora aciaga, a una delicada y difícil situación.
La tarea hercúlea que le espera a este jurista malagueño debe afrontarse con tenacidad y reciedumbre. Que nadie lo dude. No tardarán en llegar los ultrajes de la política partidista, más preocupada por lo coyuntural que por lo permanente. Sin embargo, Dívar tiene munición suficiente para conducir la frágil embarcación que ha heredado al puerto seguro de la independencia y la credibilidad. El nuevo Presidente del Supremo ha demostrado una y otra vez, en el magno coliseo del derecho, que no teme a los leones, que puede liderar y que, ante todo, es un jurista con visión de futuro. Y de esos, nos hacen falta muchos.
Dívar y su equipo han de enfrentarse a una coyuntura específica, un polvorín que amenaza con estallar y derribar un sistema imperfecto. ¿Es posible defender los fueros del poder judicial sin rendirse a la política? Claro que sí. Dívar lo sabe, porque lo ha vivido. Por eso, porque es un hombre completamente libre, ha llegado donde está. Situaciones extremas requieren medidas extremas. Y, por supuesto, hombres ciclópeos que lleven a cabo las reformas sin mirar atrás.
Un juez de fuste, discreto, erudito e independiente es lo que necesita la democracia española. Y Dívar parece que lo es. La crisis del poder judicial es innegable. Navegamos en ella, al garete y apocados. Tal vez un hombre de la talla de Dívar, el supremo, pueda remediarla. Por eso, hay que darle un voto de confianza. Por eso y porque lo merece.
