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Re-soberanización judicial: de Montgomery a Varsovia, con parada en Valladolid

Raúl C. Cancio Fernández

Doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

El primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, pronuncia un discurso durante un debate sobre el desafío de Polonia a la supremacía de las leyes de la UE en el Parlamento Europeo en Estrasburgo, Francia, el 19 de octubre de 2021. Ronald Wittek/Pool vía REUTERS

La reciente sentencia de 7 de octubre (K 3/21) del Tribunal Constitucional polaco, cuestionando el principio de primacía del derecho comunitario sobre el nacional y la competencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) para definir y declarar el alcance las competencias de la Unión, constituye el penúltimo episodio de tensión entre aquel país y la Unión Europea a cuenta de los límites y la justificación de los procesos de desoberanización de los Estados-nación con respecto a estructuras supranacionales. Una fricción, no obstante, en modo alguno original y que, por el contrario, reproduce las tensiones ya generadas mucho tiempo antes y que, en ocasiones, impidieron incluso la constitución de órganos judiciales, como ocurrió con el nonato Tribunal Supremo de los Estados Confederados de América.

En efecto, el 11 de febrero de 1861, el Congreso Provisional reunido en el Capitolio de Montgomery (Alabama) bajo la presidencia del demócrata Howell Cobb aprueba una Constitución confederada que, en la Sección 1ª de su Artículo III, establece que el poder judicial de los Estados Confederados recaerá en una Corte Suprema, y en los tribunales inferiores que el Congreso establezca, siendo aquel poder ejercido por jueces que se mantendrán en su cargo atendiendo su buena conducta. Un precepto, por cierto, que reproduce casi exactamente la previsión contenida en el mismo artículo de la Constitución de la Unión de 1789.

¿Cuál fue entonces la razón por la que, de las dos instituciones idénticamente previstas en ambas constituciones, la confederada no prosperara nunca? La respuesta se encuentra en el mismo preámbulo de las dos cartas magnas: mientras que el texto de los Founding Fathers se principiaba con «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, para formar una Unión más perfecta…», el constituyente sudista iniciaba el proemio de esta otra manera: «Nosotros, el pueblo de los Estados Confederados, cada Estado, actuando en su carácter soberano e independiente, a fin de formar un gobierno federal permanente…».

Es decir, bajo la disposición dixie, late la idea fuerza de confederación de soberanos por encima de la unión entre ciudadanos iguales, resultando axial el rechazo de aquellos a cualquier atisbo de cesión de su soberanía a ningún poder centralizado. Y, entre esos poderes, desde luego, estaba el judicial. De hecho, en enero de 1863, el senador Hill y posteriormente su homólogo Henry Clay, registraron en el congreso confederado sendas iniciativas legislativas para aprobar una norma de desarrollo del Tribunal Supremo, que fueron finalmente rechazadas al socaire del recelo de los Estados a crear un organismo que asumiera grandes poderes en perjuicio de la independencia política y los derechos de cada uno de ellos. Es más, enfatizaban que uno de los grandes problemas de la Unión era precisamente las decisiones del Tribunal Supremo de Washington, que al arrogarse unas competencias exorbitantes, se comportaba como el nuevo leviatán del que habían huido de Europa,  invocando como ejemplos la disputa entre la interpretación rigurosa y laxa de la Constitución en McCullogh vs. Maryland, el asunto de la nullification de las aduanas de 1828 y 1832y, por encima de todo, el rol centralizador que el influyente juez Marshall imprimió al Tribunal Supremo yankee a partir de Marbury v. Madison.

Por lo tanto, y realmente, la previsión constitucional de un Tribunal Supremo confederado era papel mojado desde el momento en que, en esa misma constitución, se santificaba la supremacía de las partes sobre el conjunto. Ello llevó, consecuentemente, a que durante la Guerra de Secesión, esa labor nomofiláctica del derecho secesionista la desarrollaran, en realidad, los Tribunales Supremos de cada Estado, no en vano, cada uno de ellos se sentía superior e independiente en materia jurisdiccional.

La frustrada creación de un Tribunal Supremo confederado atendiendo a la naturaleza del sistema político en el que se pretendía insertar, se refuerza con lo que acaeció en otra guerra civil, la nuestra de 1936. Aquí también el bando rebelde creó por Ley de 27 de agosto de 1938 un sedicente Tribunal Supremo propio, en paralelo al constitucional. Pero con una diferencia medular: mientras la estructura política de los confederados era intrínsecamente incompatible con un poder judicial centralizado, el Nuevo Estado franquista estaba forjado precisamente sobre el eje de la concentración del poder, de manera que mientras el Supremo sudista se quedó en un mero proyecto constituyente, su par franquista estaba funcionando en la ciudad de Vitoria el día 26 de noviembre de 1938 bajo la presidencia de Clemente de Diego, trasladándose en enero de 1939 a Valladolid, al edificio de la Real Chancillería, de donde volvería al Palacio de las Salesas el 1 de abril de ese mismo año. De esta forma, y durante algo menos de ocho meses, en España hubo dos Tribunales Supremos, con sus plantillas de magistrados, fiscales y secretarios judiciales, abogacía del Estado, y personal auxiliar de forma paralela, no constando, sin embargo, ninguna resolución o sentencia fechada ni en Vitoria ni en Valladolid, siendo las primeras resoluciones dictadas por el Tribunal Supremo franquista de fecha posterior al primero de abril de 1939.

Repárese, ya para concluir, que mientras las autoridades sudistas y franquistas fueron judicialmente coherentes con sus cosmovisiones políticas, rechazando los primeros la creación de un Tribunal Supremo y constituyéndolo los otros, por los argumentos antagónicos de centrifugación y concentración del poder ya examinados, por el contrario, los gobernantes polacos son incapaces de comprender que, en este ámbito, es imposible soplar y sorber al unísono.  La doctrina sentada por el intérprete constitucional polaco – hija de la irresponsabilidad de su homólogo alemán desde los años setenta con las sentencias Solange I y Solange II, y muy recientemente con la relativa a los bonos del Banco Central Europeo del año pasado- supone llevar al derecho de la Unión a un estado cuántico, pues los actos de las instituciones de la Unión serían al mismo tiempo válidos y no válidos dependiendo de la opinión de los tribunales de cada Estado miembro, abocando al Derecho de la UE al caos más absoluto.

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