El IVA es un impuesto injusto, porque no discrimina entre el millonario y el mileurista. Si cada uno de ellos compra una lavadora, ambos pagan el 16% de su precio y, desde el próximo 1 de julio y con vigencia indefinida, el 18%. Sé que esto es una obviedad y que no digo nada que esté fuera del alcance del común de los ciudadanos.
Me animo, sin embargo, a escribir estas líneas porque estoy atónito con el argumento que se está usando para defender la subida del impuesto. Se dice que los consumidores no lo sufrirán en demasía porque no va a ser trasladado a los precios. Visto de otra manera, el impuesto se soportará por los empresarios y profesionales. En la hipótesis más extrema se podrá incluso afirmar que no se va a subir el IVA, sino que se establece un impuesto sobre los empresarios equivalente al 2% del importe de sus ventas. Se trata, de este modo, de un impuesto sobre la renta, porque es la renta de empresa la que se va a ver afectada.
Ahora bien, si se quiere gravar la renta empresarial lo que debe hacerse es subir el Impuesto sobre Sociedades y el IRPF, porque, haciéndolo de otro modo, inmediatamente surgen las contradicciones, incoherencias y paradojas de una medida engañosa que se cuela por la puerta falsa.
Si el IVA no se repercute en precio, la subida no afectará (o afectará en menor medida) a la renta de las empresas que no venden directamente al consumo. Los fabricantes e industriales que producen para otras empresas no tendrán inconveniente en soportar un 18% de IVA en sus compras o inputs porque lo deducirán del 18% que deben pagar a Hacienda por sus ventas y que posiblemente repercutirán sin grave dificultad sobre sus clientes. Distinta es la posición del empresario que entrega bienes o presta servicios al consumidor, que es quien va a ofrecer verdadera resistencia a la repercusión del impuesto. Lo más probable es que sea este empresario quien absorba la mayor parte del IVA que no pueda trasladarse al precio final. A nadie se le oculta que en esta fase del proceso productivo se encuentran muchas de nuestras pequeñas y medianas empresas, que serán las principales afectadas por la subida.
En segundo lugar, el impacto del impuesto sobre el empresario, en la hipótesis de no repercusión, dependerá de que su valor añadido sea alto o bajo en relación con las ventas. En sectores donde el valor añadido es muy elevado (por ejemplo, los profesionales), el impacto sobre la renta no será grave. Pero no ocurrirá lo mismo en las empresas con poco valor añadido. Para un empresario que venda 100 y sus inputs sean de 98, la subida es letal, porque equivale a un impuesto del 100% sobre la renta. Este empresario se verá forzado a cerrar la empresa y se sumará a la lista de los desempleados. Sin embargo, para quien venda 100 con inputs de 2, la incidencia del impuesto puede ser insignificante.
Ahora bien, incluso en este último caso se producirán desigualdades injustas, porque para un pequeño empresario o profesional con alto valor añadido, pero con poca renta (porque sus ventas son bajas), el impuesto puede ser una onerosa carga. Es el caso, por ejemplo, del joven licenciado en Derecho que abre un bufete en el que no gana más de 500 euros mensuales y que se vea obligado a soportar la subida del 2%. Sin embargo, para el abogado que ya ha consolidado su despacho y tiene una renta más elevada el 2% puede ser una preocupación menor.
Así pues, si el déficit galopante se quiere cargar sobre las espaldas de los empresarios, ¿por qué no se sube el impuesto sobre la renta, que se distribuirá igualitariamente entre ellos? En las circunstancias que vivimos, no parece razonable hacerlo. Antes hay que practicar una decidida y valiente política de austeridad y de supresión de gasto público inútil o clientelar.
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