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03/11/2024. 01:48:52
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Terapia del Derecho en los tribunales de familia

Ángel Carrasco Perera

Consejero académico de “Gómez Acebo & Pombo”, abogados y Catedrático de Derecho Civil

En una sentencia de Familia que no tiene nada especial ni por sus hechos (atribución de custodia y visitas tras el divorcio) ni por su ciencia, una sala de apelación española, después de haber dividido en la manera usual los tiempos de custodia y vacaciones, se expresa como sigue.

En función del interés primordial de los hijos, en el caso de la figura materna habrá de intervenir necesariamente un profesional de la salud mental tipo psicológico que le ayude a afrontar la nueva situación personal y familiar, manejando su estado de ánimo y las dificultades que encuentra en sus habilidades de cuidado y atención de los niños, lo que beneficiará a los menores; y por otro la emisión de un informe de psiquiatra que trate al padre cada tres meses, al menos durante un año, "hasta que la situación familiar haya quedado del todo resuelta y los miembros se encuentren adaptados". De tal manera que pasados tres meses desde el inicio del tratamiento recíproco acudan ambos progenitores al servicio de mediación para reducir la conflictividad y para aprender a manejar nuevos recursos para no judicializar sus conflictos; y, por último, después de seis meses, "hacer seguimiento del grupo familiar"

El discurso anteriormente expuesto sólo se hace posible cuando el ejercicio de la jurisdicción deviene comunicación grupal terapéutica, la resolución de conflictos jurídicos (fallida, como casi en todo pleito) aspira a ser una redención y el Derecho transciende a una especie de fábrica de búsqueda y provisión de sueños de felicidad de los niños a largo plazo- absurda propensión de los funcionarios a hacerse creer que su destino es hacer felices a los niños ajenos. Bueno está que los psicólogos y educadores que pueblan empachosamente los juzgados de familia no lo sepan, pero es una carencia imperdonable que los jueces tampoco sepan cuáles son los límites naturales en los que una decisión jurisdiccional resulta posible sin convertirse en aberración salvadora.

Un juez tiene que saber que todo objeto de sentencia de condena ha de poder ser controlado y cerrado en fase de ejecución por medio de una medida de ejecución que resulte fácil de producir y de controlar. No es que con el cierre de la ejecución el niño de la discordia devenga plenamente feliz e integrado en su desecha familia (casi seguro que ocurrirá lo contrario), sino que el coste social de una especie de diálogo inacabable del juzgador con las partes es socialmente un desperdicio y que la utilidad marginal de una intervención judicial desde que termina la primera ejecución, es absolutamente decreciente y superflua y más cuando se trata de hacer prácticas condenas de hacer infungible. Porque toda conducta prescrita (y si no se prescribe es mejor no dictar sentencia) ha de poder ser el contenido posible de una coacción alternativa en un tiempo determinado y en un horizonte de realizabilidad, siquiera fungiblemente por el juez.

Ya es preocupante que una decisión se emita sin consideración a los enormes costes futuros de su implementación, que sin duda tendrán que absorber los padres en conflicto, que no nadan en la abundancia. Como la secuencia (no me atrevo a decir ejecución) de la sentencia no tiene límites de futuro, y como lo que se le pide a las partes cuesta dinero, constancia y buena voluntad, es fácil prever que el camino a la felicidad familiar se convierta en una sucesión de intervenciones de abogados de parte para reclamar el cumplimiento (imposible) o la sanción por el incumplimiento (probabilísimo) del complejo curso de acción obligado que cae sobre las espaldas de cada progenitor; a unir a los costes de retribuir a psicólogos y psiquiátricas; una tropa de profesionales escasamente productivos chupando de la escuálida teta de una pareja infeliz y menesterosa.

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