Sabido es que en nuestro ordenamiento jurídico penal la persecución de delitos en el ámbito socioeconómico ha sido tardía, lenta, insuficiente y, en un primer momento, incompleta, dado el amplio elenco de condiciones y exigencias que necesariamente debían concurrir para que las figuras delictivas se ajustaran de manera adecuada al tipo penal.
Todo ello a pesar de la histórica aprobación del Código Penal de 1995 que introduce la mayoría de delitos que hoy se conocen, y las sucesivas reformas que han incrementado sustancialmente las penas a medida que la coyuntura social exigía una reacción del legislador ante tan flagrantes ataques al orden económico que ocasionaban una desestabilidad estructural con dramáticas consecuencias en el seno de nuestras sociedades en los países incluso más avanzados de nuestro entorno.
El delito fiscal tuvo entrada en nuestro país en la Ley 50/1977 de 14 de noviembre, de Reformas Urgentes de Reforma Fiscal, que en su artículo 35 modificó el artículo 319 del Antiguo Código Penal y que castigaba "la elusión del pago de impuestos" y el "disfrute ilícito de beneficios fiscales" en una cantidad que excediera las "dos millones de pesetas".
El Código Penal de 1995 en el artículo 305 endurecía las penas de prisión, hasta los cuatro años y ampliaba la acción delictiva "a toda defraudación a la Hacienda Pública autonómica, foral o local" describiendo la conducta en las siguientes modalidades:
a) Elusión del pago de tributos, cantidades retenidas o que se hubieran debido retener o ingresos a cuenta de retribuciones en especie.
b) Obteniendo indebidamente devoluciones.
c) Disfrutando de beneficios fiscales de la misma forma.
La cuantía debía exceder de 120.000 euros, se castigaba con las mismas penas el
fraude fiscal contra la Hacienda de las Comunidades Europeas en cantidad superior a los 50.000 euros; se definían los períodos de declaración en los que se entendían comprendida la defraudación total y se contenían las circunstancias agravantes y las excusas absolutorias de responsabilidad criminal.
Con la reforma de la Ley 5/2010 se mantiene la estructura del tipo penal con la única modificación de la cuantía de la pena a imponer, de hasta cinco años de prisión.
Lo verdaderamente relevante en este tipo delictivo es el matiz que introduce la Sentencia del Tribunal Constitucional 120/2005 en relación al elemento subjetivo de la conducta punible. Se distingue claramente entre el fraude de ley y la acción u omisión con verdadera trascendencia penal. Hay fraude de ley cuando se aplica una norma de cobertura no para incumplir con la ley tributaria, sino para aprovecharse de un medio jurídico más favorable, que sea más ventajoso con el propósito de disminuir la carga fiscal.
El Tribunal Constitucional destaca que "En el fraude de ley, al contrario que en la simulación, no concurre el elemento subjetivo propio de la defraudación tributaria, esto es, un ánimo específico de ocasionar el perjuicio típico mediante una acción u omisión dolosa directamente encaminada a ello, sin que baste para la existencia del delito o infracción tributaria la existencia de un perjuicio o merma de los ingresos de la Hacienda Pública."
El Tribunal Supremo en consonancia con esta teoría ha entendido que el ánimo de defraudar absorbe conductas tan graves como la falsificación o las anomalías sustanciales en la contabilidad, así como la negativa u obstrucción de la acción investigadora. La doctrina científica exige un dolo consciente en el conocimiento de las obligaciones fiscales, es decir, de las circunstancias que generan la obligación de tributar, y que se concretan en la exigencia de que la concurrencia del elemento subjetivo requiere que el autor haya obrado "con un ánimo defraudatorio" que se manifieste en la conciencia clara y precisa del deber de pagar y la voluntad de infringir ese deber (Sentencia de 26 de noviembre de 2008).
El delito fiscal es un ejemplo de la evolución de la incriminación de los delitos que integran el derecho penal económico en una progresiva ampliación de las conductas delictivas que abarcan todas las modalidades de cumplimiento de las obligaciones tributarias, limitándose, por otro lado, la regularización de la situación tributaria a la iniciación por la Administración de las actuaciones tendentes a la "determinación de las deudas tributarias objeto de regularización", y antes incluso de que se inicien las actividades procesales por parte del Ministerio Fiscal, la Abogacía del Estado y su homólogo en la Administración autonómica, local o foral; e incluso la actuación de oficio por parte del Juez en la práctica de diligencias de investigación .
Existe, por tanto, una exigencia muy acotada en el tiempo de la exención y una amplitud de la conducta delictiva que hace más contundente la respuesta penal en este tipo de delitos. Por esta razón los tribunales han buscado un equilibrio en aras a evitar una hipercriminalización de conductas que no eran más que irregularidades contables, relevantes a efectos administrativos pero excesivamente gravosas desde un punto de vista penal. Con el objeto de llevar a la práctica el principio de "ultima ratio" del derecho penal, en el delito fiscal los jueces han jugado un papel de ponderación de las consecuencias adversas en la población que hubiera dado lugar a efectos confiscatorios (no olvidemos que la multa es del tanto al séxtuplo de la cuantía defraudada) y por ello se ha exigido desde el análisis del elemento subjetivo del tipo un dolo directo, una conducta mendaz, que implique una maniobra de ocultación tributariamente relevante.