Cuando saltó la noticia del fallecimiento de Francisco Ibáñez, la propia noticia de su muerte llevaba al agradecimiento por habernos dejado como autor personajes tan icónicos como Mortadelo y Filemón, además de ser el creador de otras historias humorísticas como Pepe Gotera y Otilio, 13 rue del Percebe, Rompetechos y El botones Sacarino, entre otras.
Los que, además, nos dedicamos profesionalmente a los derechos de propiedad intelectual rápidamente nos planteamos lo que representó para este autor la Ley Propiedad Intelectual aprobada en 1987 (Ley 22/1987, de 11 de noviembre, de Propiedad Intelectual). Su preámbulo es suficientemente significativo del cambio que posibilitó la recuperación de su obra que hasta entonces estaba desamparada por la Ley de 10 de enero de 1879, ajena a las transformaciones sociales y al desarrollo de los medios de difusión de las obras de creación, siendo igualmente necesaria la adaptación a nuestro entorno. La Ley que se aprobaba establecía, con carácter unitario y sistemático, un nuevo régimen jurídico de la propiedad intelectual que tenía por finalidad que los derechos sobre las obras de creación resulten real, concreta y efectivamente reconocidos y protegidos de acuerdo con las exigencias del momento. En dicho marco, la Ley se estructuraba sobre dos conjuntos normativos claramente diferenciados: El relativo a la declaración de derechos sustantivos y el regulador de las acciones y procedimientos para la protección de dichos derechos.
Dentro del primer conjunto normativo, que es lo que aquí interesa, se protegían los derechos que corresponden al autor, que es quien realiza la tarea puramente humana y personal de creación de la obra y que, por lo mismo, constituían el núcleo esencial de la Ley, aportaba de esta manera soluciones que allí se declaraban como: “… innovaciones de relevancia su reconocimiento y tutela por el solo hecho de la creación de la obra; la expresa regulación del derecho moral, que, integrado por un conjunto de derechos inherentes a la persona del autor, tiene carácter irrenunciable e inalienable y constituye la más clara manifestación de la soberanía del autor sobre su obra; la determinación de la duración y límites de acuerdo con los criterios mayoritariamente aplicados por los países de nuestro entorno cultural y político, así como el establecimiento de un régimen de general aplicación sobre la transmisión de los derechos de carácter patrimonial.”
Y lo que es más significativo, por su transcendencia en estas reflexiones, el principio de interpretación restrictiva del alcance de los derechos cedidos; la nulidad de la cesión de derechos respecto del conjunto de las obras que pueda crear el autor en el futuro, y de las estipulaciones por las que se comprometa a no crear alguna obra; el derecho de participación proporcional de los ingresos derivados de la explotación de la obra, y el otorgamiento de la acción de revisión de los contratos en determinados supuestos que vulneren el derecho del autor a obtener una remuneración equitativa y el principio de reciprocidad. Lo que sin duda fue determinante para resolver finalmente con éxito la relación contractual que ataba su creación a la editorial Bruguera, la cual siguió explotando los personajes bajo lo que llamó el “Bruguera Equip”, un grupo de dibujantes de la editorial que siguieron emulando la labor de Ibáñez pero sin Ibáñez, sin reparo ni limitación legal alguna.
El funcionamiento de la editorial seguía siendo como si se manejaran en 1879 con la vaguedad y vacío normativo de aquella reglamentación, impidiendo inicialmente al autor que pudiera llevar consigo sus personajes a la nueva editorial cuando comenzó a trabajar para Grijalbo en 1986. Todo cambió con la promulgación de la Ley 22/1987 que -como hemos visto- anteponía el hecho de la creación de una obra artística a cualquier otra consideración a la hora de reconocer al autor de la misma, al tiempo que suprimía la necesidad de registrar una obra para poder protegerla. Se daba el paso decisivo de dar la naturaleza al registro de la marca como meramente declarativo frente al constitutivo de 1879 que, en su art. 36 -afortunadamente derogado- apartaba cualesquiera duda sobre la necesidad de inscribir el derecho en el Registro de la propiedad intelectual para gozar de los beneficios de la ley. Dicha ley, como el reglamento, posibilitaba el fraude y desprotección del autor, circunstancia que había aprovechado la editorial para registrar a su nombre los derechos sobre la obra de Ibáñez, vetando al autor que pudiera seguir desarrollando su propia obra, lo que posibilitaría que la editorial siguiera en el ámbito de los tebeos apropiándose de la autoría sin mención del nombre de su autor y creador y sin consentimiento alguno de éste, el cual declaró, ciertamente, con respeto y al propio tiempo como reivindicación: «Respeto el trabajo de mis compañeros, pero yo no me siento responsable de un personaje que ya no dibujo y que, a mi entender, se degrada”.
Así las cosas, la posición de la editorial se enfrentaba de lleno al nuevo, razonable, justo y equitativo criterio legislativo. Actualmente, los estadios jurídicos están claros y la protección de la obra por la propiedad intelectual nace con el hecho de la creación, sin más requisitos, no siendo imprescindible la inscripción en el Registro de la Propiedad Intelectual, ni en ningún otro. La inscripción, en consecuencia, es voluntaria y facultativa, meramente declarativa y no constitutiva de derecho alguno. El autor mantiene intactos sus derechos incluso sin haber inscrito la obra en ningún Registro. Otra cosa es, a nivel probatorio, la conveniencia y recomendación de su inscripción en la medida en que es un instrumento eficaz de prueba y seguridad jurídica ante la presunción de veracidad de que gozan los datos inscritos. Presunción, iuris tantum, de la existencia del derecho y de su titular que reconoce y declara el art. 145.3 LPI y Real Decreto 281/2003, de 7 de marzo, Reglamento del Registro General de la Propiedad Intelectual.
El artículo 1 del Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril (en adelante TRLPI) dispone que la propiedad intelectual de una obra artística corresponde al autor por el solo hecho de su creación. El artículo 14.4 TRLPI, que reproduce la previsión contenida en la Ley 22/1987, atribuye al autor la facultad irrenunciable e inalienable de exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación. Este derecho se integra en el derecho moral reconocido desde la revisión de Roma, en 1928, del apartado 1 del artículo 6° bis del Convenio de Berna de 9 de septiembre de 1886 para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, ratificado por España por instrumento de 2 de julio de 1973, que, en su última redacción, dada en París en 1971, dispone que: «[i] independientemente de los derechos patrimoniales del autor e incluso después de la cesión de estos derechos, el autor conservará el derecho de reivindicar la paternidad de la obra y de oponerse a cualquier deformación, mutilación u otra modificación de la misma o cualquier atentado a la misma que cause perjuicio a su honor o a su reputación» (Vid. STS 371/2013 de 18 de enero.)
Respecto a la referencia al reconocimiento de la paternidad del autor de una obra y la de decidir su expresión sobre su divulgación, la STS 321/2008, de 8 de mayo, es determinante al establecer que: “… el reconocimiento de la paternidad de una obra y la de decidir si su divulgación ha de hacerse con expresión de un signo distinto de su nombre, y obviamente tal pretensión está amparada en el art. 14 de la LPI (Ley 22/1987, de 11 de noviembre ; Texto Refundido aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1.996, de 12 de abril ), en el que se recoge el contenido y características del derecho moral de autor, correspondiendo a éste decidir si su obra ha de ser divulgada y en qué forma, determinar si tal divulgación ha de hacerse con su nombre, bajo seudónimo o signo o anónimamente, y exigir el reconocimiento de su condición de autor de la obra (números 1º, 2º y 3º de dicho artículo)”.
Permítasenos concluir en el reconocimiento al autor Francisco Ibáñez, historicista mago del humor con el que hizo justicia una necesaria e imperiosa reforma legal de la ley de la propiedad intelectual que tuvo efectos materiales y de dignificación y reconocimiento de su figura como amo y señor absoluto de sus creaciones en la reivindicación de sus derechos morales y patrimoniales de sus conocidos, entre otros, Mortadelo y Filemón, agencia de información, que seguirán teniendo y manteniendo las características con las que fueron concebidos por el autor: Filemón, un hombre colérico, con tan solo dos pelos y con el rol de jefe y Mortadelo un hombre alto y calvo, con nulo sentido común y la capacidad de disfrazarse de cualquier cosa, a las órdenes de Filemón. Y así seguirán mientras no medio consentimiento por el respeto a la integridad moral de la obra.