
La estafa contractual constituye uno de los fenómenos más complejos y debatidos en el ámbito del Derecho penal debido a la falta de nitidez de la frontera entre el incumplimiento contractual -civil o mercantil- y el ilícito penal, especialmente cuando la voluntad de defraudar se oculta bajo la apariencia de relaciones jurídicas válidas. Esta dificultad se genera por la apariencia de este tipo de conductas como propias del Derecho privado cuando en realidad cumplen con los elementos y requisitos del tipo penal de la estafa.
En estos supuestos, las relaciones jurídicas válidas se ocultan bajo una apariencia contractual revestida de legalidad formal en su reglamentación, ocultando en su origen una intención defraudatoria que convierte el propio contrato en un instrumento del delito de estafa y no en un negocio jurídico como tal, habida cuenta de que, si el consentimiento se ha obtenido mediante engaño, este “contrato” se convierte en un acto antijurídico que jamás puede ser un negocio jurídico, bien por ser consecuencia de una actuación dolosa o por tener una causa ilícita. Siendo necesaria la tríada de requisitos para que exista el contrato (consentimiento, objeto cierto y causa), en los supuestos de estafa contractual no puede hablarse de contrato ni de negocio jurídico cuando una de las partes no consiente ex inicio en obligarse, o de forma consciente oculta un riesgo que, de haber sido conocido por la víctima, hubiera evitado el desplazamiento patrimonial que se persigue por el autor, trasladando el riesgo sobre la víctima. Podrá existir una «apariencia», pero no un negocio jurídico en sentido propio, y esa apariencia es el “engaño bastante” que se requiere como elemento esencial del delito de estafa.
Precisamente, debido a la fina línea entre el dolo civil y el dolo penal, este tipo delictivo se ha convertido en un foco de resoluciones jurisprudenciales contradictorias ya que, en muchas ocasiones, los Tribunales penales son los que desechan la instrucción de ciertas conductas que podrían ser constitutivas de delito amparándose en la última ratio del Derecho Penal y considerando una conducta de apariencia delictiva como un ilícito civil que debe ventilarse en el procedimiento oportuno.
La STS nº370/2021, de 4 de mayo, trató de sistematizar los elementos claves para entender la conducta como delictiva, distinguiendo el dolo civil del dolo penal: “Dolo penal: El dolo de la estafa debe coincidir temporalmente con la acción de engaño, pues es la única manera en la que cabe afirmar que el autor ha tenido conocimiento de las circunstancias objetivas del delito. Sólo si ha podido conocer que afirmaba algo como verdadero, que en realidad no lo era, o que ocultaba algo verdadero es posible afirmar que obró dolosamente. En el ilícito penal de la estafa, el sujeto activo saber desde el momento de la concreción contractual que no querrá o no podrá cumplir la contraprestación que le incumbe. Dolo civil: Por el contrario, el conocimiento posterior de las circunstancias de la acción, cuando ya se ha provocado, sin dolo del autor, el error y la disposición patrimonial del supuesto perjudicado, no puede fundamentar el carácter doloso del engaño, a excepción de los supuestos de omisión impropia. Es indudable, por lo tanto, que el dolo debe preceder en todo caso de los demás elementos del tipo de la estafa”.
A pesar de que la sentencia deslice la idea de que el dolo debe ser antecedente para colmar los elementos del tipo, este extremo ha sido matizado por el propio Tribunal Supremo, que ha establecido que la estafa puede existir tanto si la ideación criminal surge en el momento anterior al “contrato” como si surge en momento posterior durante la ejecución del mismo y, por tanto, no es necesario exigir que el dolo sea antecedente ya que ello impediría apreciar la tipicidad en ciertos comportamientos en los que el autor se aprovecha de las circunstancias y de la situación de normalidad -que hasta el momento eran lícitas- para producir el engaño y permanecer en esa apariencia para beneficiarse del desplazamiento económico cuando sabe que no va a cumplir con la prestación que le corresponde, existiendo un dolo penal de carácter sobrevenido. Por ello, establece que no puede negarse que existan supuestos donde se acredite un dolo posterior en la ejecución y desarrollo del contrato, no pudiendo maximizarse teóricamente que el dolo sobrevenido nunca puede ser dolo penal.
Podemos observar una tendencia jurisprudencial que trata de suavizar la rigurosidad con la que los Tribunales penales descartan la comisión del delito cuando hay un mero atisbo de poder solventarse vía civil por medio de un incumplimiento contractual, sirviendo de ejemplo la STS nº372/2025, de 11 de abril, que reconoce que el hecho de mantener relaciones contractuales/mercantiles no blinda al empresario que así se conduce de la posibilidad de comisión de un delito de estafa estableciendo que “en numerosos pronunciamientos nos hemos referido a la modalidad de estafa a través de lo que la jurisprudencia ha denominado contratos criminalizados, cuando el autor simula un propósito serio de contratar cuando, en realidad, sólo pretende aprovecharse del cumplimiento de las prestaciones a que se obliga la otra parte, ocultando a ésta su decidida intención de incumplir sus propias obligaciones contractuales, aprovechándose el infractor de la confianza y la buena fe del perjudicado con claro y terminante ánimo inicial de incumplir lo convenido, prostituyéndose de ese modo los esquemas contractuales para instrumentalizarlos al servicio de un ilícito afán de lucro propio, desplegando unas actuaciones que desde que se conciben y planifican prescinden de toda idea de cumplimiento de las contraprestaciones asumidas en el seno del negocio jurídico bilateral, lo que da lugar a la antijuridicidad de la acción y a la lesión del bien jurídico protegido por el tipo”.
Tendencia jurisprudencial que tiende a evitar una interpretación excesiva y abusiva de los deberes de autotutela o autoprotección del perjudicado toda vez que no debe desplazarse indebidamente sobre los mismos la responsabilidad de comportamientos en los que la intención de engañar es manifiesta y el autor ha conseguido su objetivo ya que, de extremarse dicho argumento, ninguna conducta colmaría el tipo de estafa porque la víctima debería ser capaz de detectar siempre el engaño previo. En este sentido, la STS nº306/2018, de 20 de junio, concluye que “una cosa es la exclusión del delito de estafa en supuestos de engaño burdo o de absoluta falta de perspicacia, estúpida credulidad o extraordinaria indolencia, y otra que se pretenda desplazar sobre la víctima la responsabilidad del engaño, escogiendo un modelo de autoprotección o autotutela que no está definido en el tipo ni se reclama en otras infracciones patrimoniales”.
El centro de gravedad de estas reflexiones lo constituye la STS nº327/2025, de 9 de abril ,que confirma la condena al director comercial de la mercantil que suscribió un contrato consistente en el suministro e instalación de paneles y climatización de panadería cuando nunca tuvo intención de cumplir y no llegó a suministrar ningún servicio, haciendo suyo el importe abonado. Mantiene un antecedente en la STS nº309/2020, de 12 de junio, que diferencia entre el dolo civil y el dolo penal y condena por considerar el contrato la puerta de la estafa al albegar como única y exclusiva intención el lucro ilícito a costa del cumplimiento de la otra parte habiendo recibido el cobro por adelantado de unos trabajos que jamás se realizaron. En el lado opuesto, encontramos la STS nº583/2020, de 30 de octubre, que absuelve al acusado al haberse acreditado que el incumplimiento contractual era debido a una mala situación económica de la empresa que desembocó en una declaración de concurso declarado fortuito, constando acreditado haber pagado la mayor parte de la deuda y los claros intentos de los administradores para refinanciar el resto.
En definitiva, deberá estarse a las circustancias del caso, debemos acudir, para la distinción entre el dolo civil y el dolo penal directo, eventual o sobrevenido que puedan dar lugar a la tipicidad del delito de estafa, a contratos criminalizado en los que el sinalagma contractual pactado, aún de forma tácita, actúa como una suerte de pantalla obligacional para el que defrauda, bien cuando hay un dolo antecedente directo, sobrevenido o eventual cuando, con ocultación de información, se traslada el riesgo sobre la víctima a la que no se le puede imponer actuar bajo un principio de desconfianza generalizada.